16 de agosto de 2017

La Tempestad

También las artes cambian al mundo

04/05/2024

Artes visuales

Juan Miguel Marín: el dibujo como meditación

El artista visual ecuatoriano, que reside en Nueva York, habla en este entrevista de su concepto de «dibujar bajo la influencia», que le otorga a su trabajo un filo crítico inesperado

Guillermo García Pérez | viernes, 25 de mayo de 2018

Suele pensarse el dibujo desde su aspecto técnico –como un conocimiento que se desarrolla en aras de lograr un resultado profesional–, pero se repara poco en su aspecto meditativo, incluso cuando se defiende su costado artístico. Lo cual es extraño porque debe haber pocas actividades que interconecten de forma tan concreta el cuerpo, la técnica, la psique y el movimiento. Estos factores se encuentran, con fluidez, en la obra de Juan Miguel Marín: diseñador de profesión, bajo el concepto de “dibujar bajo la influencia” amplía las miras de su obra hacia aspectos emocionales, casi diríamos espirituales. Igualmente, su condición multicultural (nacido en Ecuador, donde vivió entre Quito y Portoviejo, migró a los Estados Unidos, donde terminó por asentarse en Nueva York) otorga a su trabajo un filo crítico, del que da cuenta en entrevista con La Tempestad.

Me gustaría empezar por preguntarte algo que podría parecerte obvio, pero que puede ayudarnos a entender las decisiones generales detrás de tu obra. ¿Por qué llevar el dibujo más allá del papel? ¿Qué encuentras en un espacio físico más amplio?

Lo veo como la evolución natural de algo que empezó como un proceso sumamente íntimo –una forma de terapia– y que luego necesitó ser compartido con alguien, con el mundo.

Para ser franco, la primera vez que apliqué estos trazo a gran escala fue durante un evento experimental de gastronomía en un galpón industrial en Williamsburg, en Brooklyn. La persona que curó esta experiencia sabía de mis dibujos en formato pequeño y me había preguntado si alguna vez los había ejecutado en vivo y a gran escala. Le dije que sí. Mentí.

Hay un antes y un después de esa noche. Fue una suerte de performance improvisado. Nunca tuve un plan o boceto. Simplemente llegué con una escalera, suficiente tinta para cubrir las paredes enormes de ese lugar y la intención de que funcione. Todo mientras unas trescientas personas participaban de una cena alucinante preparada por chefs “emergentes”. Tuve entre cuatro y cinco horas para dejarme llevar por el inconsciente, para dejarme influenciar no solo por mis propios recuerdos –aquellos que se activan durante este proceso– sino también por el paisaje sonoro generado por todos y todo lo que estaba a mi alrededor.

Esa noche entendí que trabajar en este formato, revelando el proceso y a gran escala, hace que la obra tome otra dimensión. De alguna manera siento que canalizo la energía del espacio, de sus habitantes y de cada interacción concebida durante la creación. La obra deja de ser sólo mía y se convierte en una catarsis total.

El título para esta serie “Bajo la influencia” o “Dibujando bajo la influencia” probablemente empezó también a rondar por mi cabeza luego de esta experiencia.

Usas grabaciones de campo como una forma de detonar tu proceso creativo. ¿Qué te otorga el sonido y cómo dirías que se relaciona con el dibujo?

Las grabaciones de campo hacen posible que me pierda. Hacen que el inconsciente se convierta en mi única guía. Y ya que siempre empiezo a dibujar sin un plan predeterminado, de alguna manera el dibujo puede interpretarse como una visualización de los elementos sonoros. Es algo muy subjetivo, pero para mí se vuelve algo simbólico el hecho de generar un paisaje sonoro en base a grabaciones de campo, realizadas tanto en los interiores como en lo exteriores de donde la obra va a vivir.

¿Qué otro tipo de estímulos procuras en ese proceso?

Es fundamental estar siempre abierto a interactuar con quien se encuentre a mi alrededor. Nunca de manera forzada. El punto no es figurar, sino conectar.

¿En qué punto tu obra se encuentra con los fundamentos del diseño gráfico? ¿En qué punto se aleja de ellos?

A lo largo del tiempo que llevo trabajando en esta serie, siento que el diseñador gráfico dentro de mí aparece muy cerca del final de cada obra. Es algo bastante natural ya que no persigo la perfección, pero muy cerca de ese momento en el que siento que la obra está terminada, tomo distancia y me fijo en la composición y forma, por si hay algo que puedo ajustar.

Esta obra ha sido la excusa para alejarme, a ratos, del diseño. No tener la posibilidad de presionar “command z” es algo completamente liberador.

En tu obra hay, evidentemente, un conocimiento técnico aplicado, pero también apelas a nociones difícilmente medibles como la emoción. ¿En qué momento reconoces que tu aspecto técnico ha sido “invadido” por esa fuerza emocional?

Es difícil definir el momento preciso. Lo que me queda claro es que tengo que estar presente in the moment. El primer trazo es muy importante, sirve de columna. Lo inmediato es lograr entrar en un estado meditativo, de profunda introspección. Una vez alcanzado ese estado mental, todo fluye.

¿Hay algún otro costado que trascienda el momento técnico de tu obra? ¿Hay, por ejemplo, un aspecto meditativo en el proceso?

Volver a la infancia.

Acudiendo, finalmente, a tu biografía, ¿cómo dirías que transformó tu obra el hecho de mudarte de Ecuador a Nueva York? ¿Qué virtudes ganaste, qué mutó, incluso qué estímulos perdiste?

La obra nace en Nueva York. Mi historia personal es algo compleja, y mi formación no está enmarcada dentro de lo que podría considerarse convencional o lineal.

Desde que tengo memoria, he sentido una fuerte conexión con todo tipo de expresiones artísticas, pero no crecí en una familia de artistas, y menos en un entorno que me haya impulsado a desarrollarme como tal desde pequeño. Aunque debo agradecer siempre la presencia en mi vida de la Tía Albamaria y el Tío Rodrigo. Quienes aunque nunca se dedicaron al arte, en mi opinión son dos grandes artistas.

Tenía nueve años cuando les pedí a mis padres que me inscriban en clases de batería. Estaba obsesionado con tener una banda. Vivíamos en Quito, una ciudad que en ese entonces me ofrecía acceso a cierto grado de formación artística, pero poco tiempo después de haber empezado mis tan ansiadas clases de batería, todo cambió. La vida cambió. Las cosas en casa empezaron a desaparecer, entre muchas otras, obras de Guayasamín dedicadas a mi madre, que es chilena de nacimiento y conoció a mi padre gracias a una de las hijas del reconocido pintor ecuatoriano.

El cuento corto es que todo lo que mis padres habían construido hasta ese momento se estaba derrumbando. Una debacle económica, causada por un pariente de mi madre, hizo que mis padres se tuvieran que deshacer de todo para reubicar a la familia a Portoviejo, una ciudad pequeña en la costa de Ecuador.

Nos fuimos de Quito. Sin nada. Mi adolescencia en Portoviejo fue solo música –sin educación formal– pero en términos de arte fueron años vacíos. La situación económica familiar no ayudaba y al mismo tiempo el sistema educativo en la zona –y mi colegio en particular– no consideraban el arte como algo fundamental o esencial en el plan de estudios. Es algo que todavía me duele, pero en toda la secundaría no tuve una sola clase de arte. Dibujo técnico, sí. Arte, no.

Eventualmente terminé el colegio –la prepa– y me mudé a Charlotte (Carolina del Norte), donde me formé como diseñador gráfico. El diseño gráfico era una aproximación al arte, y en términos prácticos me ofrecía un panorama más claro: terminar los estudios y encontrar un trabajo que me permitiera vivir. En ese momento era mi mejor opción.

Mis padres ya se habían sacrificado suficiente por mi hermano y por mí. Y creo que hasta ese entonces no conocía a nadie –de primera mano– que se ganara la vida como artista.

El diseño me fue acercando poco a poco al arte, y eventualmente a Nueva York. Nueva York es el lugar en el que enfrento mi adicción a un sueldo, y donde finalmente me encuentro y abrazo el hecho de ser artista. Esta ciudad aterriza el “ser artista”, de lo abstracto a lo concreto. El artista debe de trabajar día a día en su obra como lo hace cualquier otro profesional.

Nueva York te enfrenta a todo tipo de personas persiguiendo lo suyo sin importar cuán raro sea, y eso se siente bien. No hay excusas. Sólo hay que trabajar. Nueva York te enseña a estar sólo, porque no queda de otra, y así mismo te llena de una energía descomunal. Esa energía es única. Te quieres comer el mundo, o por lo menos darle un buen mordisco.

En enero del 2011, durante la primera semana de mi nueva vida –después de haber renunciado a mi último trabajo como diseñador gráfico/director de arte– mi ahora gran amiga Shantell Martin me invitó a su casa para una drawing date. Antes de ese encuentro no recuerdo la última vez en la que había dibujado o hecho algo con mis manos sin tener que responder a un brief creativo. Sin duda alguna esa experiencia sirvió como detonante para embarcarme en este viaje.

Cada viaje de visita a Ecuador me hace pensar que quiero pasar más tiempo allá. Y constantemente me pregunto si sus montañas tendrían alguna influencia en mi obra. Es un país hermoso. Nunca me quise ir.

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