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Música

Una alegría aparente

Tras dos décadas sin publicar un álbum, regresa Jards Macalé, el eslabón más sombrío de la cadena del experimentalismo en la música popular brasileña. Su álbum ‘Besta Fera’ es un nuevo pico en su carrera

Diego Fischerman | viernes, 6 de septiembre de 2019

Imagen - Jards Macalé

Hay cuerpos celestes cuya presencia se descubre por una única razón. Tienen que estar allí. Mucho antes de que puedan ser vistos o siquiera imaginados, se sabe de su existencia por su efecto gravitatorio. El caso de Jards Anet da Silva, más conocido (es un decir) como Macalé, es similar. Si bien es cierto que algunos lo han visto –o han escuchado su extraordinario disco de 1972–, se trata de lo más parecido que pueda encontrarse a la pieza faltante –e imprescindible– de esa extraña y maravillosa constelación llamada tropicalismo.

También como un cuerpo celeste, de esos más bien errantes, Macalé entra, cada tanto, en la órbita terrestre y se hace visible (audible) para unos pocos. En 2019, a los 75 años y después de dos décadas de silencio compositivo, aparece Besta Fera, un extraño proyecto casi colectivo, con algunas piezas nuevas y un buen conjunto de viejas canciones inéditas. Podría tratarse del álbum más esperado de la música brasileña salvo por un pequeño detalle: nadie lo esperaba. Y, entre otras cosas, porque son muy pocos aquellos para los que el nombre de Jards Macalé significa algo.

Son muy pocos los que saben que fue el guitarrista y director musical de Transa, el legendario disco publicado por Caetano Veloso en 1972. Y los que registran su aparición en “The Empty Boat”, un tema compuesto por Caetano y grabado por Gal Costa en su disco Gal, de 1969. O su composición, junto a ella, de “Love, Try and Die” –incluido en Legal, de 1970. O su creación, en sociedad con Waly Salomão, de “Anjo exterminado” (que cantó Maria Bethânia en Drama) y, con Vinicius de Moraes, de “O mais que perfeito” –también interpretado por Bethânia. O que fue el autor de las bandas sonoras de los filmes Macunaima, de Joaquim Pedro de Andrade, y Antonio das Mortes, de Glauber Rocha.

Son pocos también, es cierto, los que saben que Caetano lo llamó alguna vez canalla y que él abjuró del tropicalismo por considerar que había sido fagocitado por el mercado y había perdido su independencia artística.

Estudiante de piano y composición con César Guerra-Peixe, de chelo con Peter Dauelsberg, de guitarra con Turibio Santos y Jodacil Damasceno y de análisis musical con Esther Scliar, Macalé encontró tempranamente un aliado –o un frontón contra el cual rebotar la pelota– en Rogério Duprat, el compositor paulista que pasó, sin estaciones intermedias, de sus clases con Karlheinz Stockhausen y Pierre Boulez a sus arreglos para Os Mutantes y su trabajo junto con la plana mayor tropicalista en su disco fundante, Tropicália: ou Panis et Circensis, de 1968. Medio siglo más tarde, la vieja rebeldía sigue intacta. Y, sobre todo, sigue vigente, para él, aquel presupuesto según el cual el inconformismo político no podía expresarse con complacencias estéticas.

Ya en una canción como “Gotham City”, que compuso junto con Capinam y que fue presentada en el Cuarto Festival de la canción en 1969 (con arreglos de Duprat), anidaba esa especie de expresionismo salvaje que todavía sigue caracterizando su música. “A los quince años yo nací en Gotham City / Había un cielo anaranjado en Gotham City / Cazaban brujas en los tejados de Gotham City / En el Día de la Independencia Nacional / Cuidado; hay un murciélago en la puerta principal / Cuidado; hay un abismo en la puerta principal…”, cantaba allí. Ahora, con compañeros de ruta como la notable Ava Rocha, Thomas Harres, Guilherme Held, Pedro Dantas, Thiago França y Thai Halfed y con producción de Kiko Dinucci, que además es el violinista del disco, logra su obra más perfecta y formidable después de aquel comienzo explosivo que acabó cristalizándose en su primer disco solista, aquel que con su propio nombre mostró, en 1972, el lado más indómito del tropicalismo.

Carioca y autobautizado como Macalé en homenaje al peor jugador del Botafogo de ese entonces, en Besta Fera consigue una rara síntesis de crudeza, lirismo y desesperanza. O, en todo caso, el mejor retrato posible del caos social de Brasil. Un retrato en que su propia voz, agrietada, rugosa, espesa, aparece atravesada por la historia reciente. Y donde se cultiva ese singular arte brasileño que consiste en decir una cosa mientras parece que se está diciendo otra. Como en muchas de las creaciones de Chico Buarque, o en esa festiva “tristeza sin fin” que cantaba Jobim en “A felicidade” –o como en el samba tradicional, sin ir más lejos–, el dolor y la congoja son cantados con una alegría aparente que no hace otra cosa que poner en primer plano lo más sombrío.

“Vampiro de Copacabana”, “Buraco da Consolaçao” y “Límite” (con letra de Ava Rocha) brillan, en todo caso, con la improbable luz de las oscuridades más profundas. Y, gracias a un saludable experimentalismo, vuelven a poner en escena esa venerable antigüedad llamada modernismo.

Publicado en La Tempestad 145 (mayo de 2019)


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