Fotograma de ‘La falla’ (2024), de Alana Simões
Para mis profesores, a manera de disculpa.
Cuando Emilio El Indio Fernández filmó Río escondido (1948), a partir de un guion de Mauricio Magdaleno y todavía en la cresta nacionalista levantada por la Segunda Guerra Mundial, la educación pública seguía pensándose a sí misma a la sombra del vasconcelismo y las campañas educativas posteriores a la Revolución. Había épica y espíritu de sacrificio, por supuesto, pero también una briosa cursilería –de innegable inspiración soviética, más tarde revivida por corrientes documentales en Cuba o Chile– y que, en el caso mexicano, alcanzó al cine con mejores intenciones que resultados.
En la película clásica del Indio Fernández –una de las más logradas de su era, eso sí, en torno a la educación pública–, María Félix libra un triple viacrucis en su empeño de alfabetizar a los niños de una comunidad michoacana: se enfrenta al paisaje inhóspito, a un cacique de maldad casi feudal (Carlos López Moctezuma, por supuesto) y a una afección cardíaca crónica. La cinta, premiada al año siguiente con siete premios Ariel, quedó como modelo de una intermitente serie de imitaciones pálidas, almibaradas y descosidas que van de Simitrio (1960) a Corazón: diario de un niño (1949) o la tardía, indigesta y cantinflesca El profe (1972), que, para mal, abarcan la mayor porción de los retratos del profesorado o el sistema educativo en la pantalla mexicana.
Hasta la segunda década del siglo presente el cine mexicano de calidad sobre aulas y enseñanza se decantaba por goteo, con tibios acercamientos desde la ficción (El estudiante, 2009) o híbridos documentales con simulada agenda política (De panzazo, 2012). El camino, pues, que conduce a una revelación como La falla (2024), segundo largometraje de la mexicana con ascendencia brasileña Alana Simões, es intermitente y sólo en la década reciente ha germinado en títulos como El sembrador (2018) o Sujo (2024). Estrenada en la pasada edición del Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM, donde recibió una mención especial), La falla, que se estrena ahora en circuito comercial de veinte ciudades del país, propone un acercamiento observacional, sin juicio mediante, a un aula de primaria en la región rural de Acatic, en los Altos de Jalisco.

Fotograma de La falla (2024), de Alana Simões
Celeste, profesora de educación básica, recibe la noticia de su traslado a otra escuela, en una región distinta. Se abre ante ella un plazo, una cuenta regresiva para despedirse de su alumnado y preparar el terreno para la persona que haya de sustituirla. Lo que cuenta La falla es la delicada evolución de los infantes en ese último mes de septiembre compartido con su educadora. Los observamos en la cotidianidad de las rutinas, en los procesos de aprendizaje temáticos –geografía mexicana, conocimiento del medio, el estado de Jalisco y las celebraciones del mes patrio– así como en las enseñanzas vivenciales, derivadas de la socialización e interacción con los compañeros de banca. En medio hay otro tipo de aprendizajes: cómo habría que replegarse en el suelo en caso de una balacera, qué canciones cantar mientras se detienen los tiros o, en otro momento, cómo identificar tocamientos indebidos de un adulto y poder contarlo sin vergüenza ni miedo.
La cinta de Simões sigue la estrategia del microcosmos y convierte el aula de la maestra Celeste en un laboratorio para examinar el presente y el futuro de las dinámicas sociales en el México posterior a la guerra calderonista, enfocando la mirada en la generación nacida después de 2015, que por tanto creció naturalizando las heridas de la guerra y la violencia como un hábitat. Con acierto, el retrato coral del alumnado se decanta por un puñado de individualidades que –como en todo salón de clase– destacan por su personalidad y su magnetismo. Uno de estos alumnos tiene una relación tirante con las y los demás: su integración al grupo es difícil y tambaleante. A través de la observación empática, La falla propone una exploración de ciertas masculinidades tempranas y violencias soterradas que suelen sembrarse en los primeros años escolares para germinar después, cuando ya son incontenibles.

Fotograma de La falla (2024), de Alana Simões
Tan interesante como lo que vemos en pantalla es el proceso de producción a espaldas de la cámara, que atravesó un período en el cual los alumnos debieron aclimatarse a la presencia del fotógrafo (Gabriel Molina Ruvalcaba), sonidistas y a la propia Alana Simões, caminando siempre en la cuerda floja de perder naturalidad o espontaneidad en el aula en aras de un mejor plano o el riesgo de repetir una toma, lo cual habría traicionado su naturaleza documental. El milagro de producción que supone La falla es que en sus escasos 80 minutos asistimos a un flujo continuo de vida en el cual la maquinaria técnica del cine parece haberse disuelto en el aire, invisible, para dejarnos observar a través de una vitrina transparente.
El relato al que asistimos, resultado del montaje de incontables horas de material, debe mucha de su fluidez, cohesión y estructura a la música compuesta por Kenji Kishi (Los lobos, 2019; Nadie nos va a extrañar, 2024), así como la cuidadosa edición de Dorian Rodríguez, artesanalmente atenta a los cambios de ritmo y la percepción del tiempo propios de la infancia. Todo ello conduce, con habilidad, a uno de los mejores planos finales que se recuerden en el cine mexicano actual, un punto final que cuestiona de frente a la audiencia. Una de las mejores películas del cine nacional en el año reciente.