Fotograma de ‘Sirat’ (2025), de Oliver Laxe
El presente ha sido un año vigoroso para las cinematografías latinas e hispanas. De los premios recogidos en Cannes por la colombiana Un poeta, la chilena La misteriosa mirada del flamenco o la brasileña El agente secreto a la Concha de Oro para la española Los domingos, los jueces del establishment festivalero parecen avalar el buen momento del cine iberoamericano después de algunos años de letargo. Entre ellos destacan el Premio del Jurado en Cannes para Sirat, de Oliver Laxe, y el de mejor ópera prima para la mexicana El diablo fuma, de Ernesto Martínez Bucio, cuya inclusión paralela en el actual Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM) amerita su revisión como dos ejercicios de cine autoral que no buscan la comodidad ecuménica del espectador sino el desafío de los sentidos por vías poco ortodoxas.
Sirat
Para el cinéfilo acostumbrado a buscar ascendencias, alumnados y linajes en todo lo que ve, el cine del franco-español de adopción marroquí Oliver Laxe es indisociable del Werner Herzog de las grandes epopeyas naturalistas. Lo cierto es que, desde Todos vosotros sois capitanes (2010), pasando por Mimosas (2016), Lo que arde (2019) y Sirat (2025), cada película de Laxe se parece menos a cualquier otra cosa y más al interior caleidoscópico y feral del propio cineasta, para gusto de sus devotos o disgusto de sus detractores. En Sirat, estrenada en la competencia central de Cannes, donde recibió el Premio del Jurado –como sus tres películas anteriores, estrenadas y premiadas por el mismo festival que lo ha mimado e incubado como uno de sus enfants terribles exclusivos–, hay un cambio de dimensión en la producción de su cine, no así en su espíritu e inquietudes.
Producido ahora por los considerables recursos de Telefónica Movistar y Televisión Española (TVE), Laxe parece devolverse a los últimos planos de Mimosas, aquella road movie desértica, árabe y espiritual en las montañas del interior marroquí para expandirla a un nuevo relato en el mismo universo. La anécdota en Sirat se diluye tan pronto que más podría decirse que es un mero detonante narrativo para activar un mecanismo mayor. Luis (Sergi López) y su hijo Esteban (Bruno Núñez) llegan al desierto marroquí tras el rastro de las fiestas rave que se organizan, aparentemente de la nada, en medio del vacío. Luis tiene la intuición de que su hija mayor desapareció al asistir a uno de estos festivales orgiásticos, anónimos y sin duración determinada. Si el desvanecimiento de la chica fue o no involuntario está en segundo plano: Luis y el niño buscan respuestas, testimonios o alguna pista suficiente. Aunque nadie parece haberla visto, padre e hijo –con todo y perro– se empeñan en acompañar a una troupé de fiesteros anarcovitalistas que presume vivir al margen de todo excepto de la gasolina necesaria para moverse de una fiesta a otra a través del desierto norafricano.

Fotograma de Sirat (2025), de Oliver Laxe
Siguiendo los manuales de géneros reconocibles como la road movie, el western o el cine de aventuras, Sirat abandona pronto su premisa inicial para transmutar en una terapia de choque y desasosiego para la audiencia. Al inicio, un texto en pantalla nos instruye en el significado del título: un vocablo árabe que designa al estrecho sendero que se extiende sobre el infierno y que toda ánima que busque redención o salvación deberá cruzar, a pie, para entrar en la luz del paraíso. La película de Laxe busca recrear esa idea espiritual como si fuera una estructura narrativa, obligándonos a avanzar de frente pese a la tentación de mirar al infierno –debajo– y con un último tramo de catarsis casi insoportable, casi violenta para el espectador, empeñada en despertar sensaciones a fuerza de sacudidas y descargas eléctricas. Habrá quien acuse a la película de efectista o de presumir una crueldad innecesaria, y quizá tenga algo de razón. Aún así al cine de Laxe habrá que agradecerle el empeño por situarnos en un espacio físico, mental, moral y –si se quiere– espiritual al cual no llegaríamos nunca por propio pie. Y eso, en vista del anestesiado cine que nos circunda en años recientes, ya desquita las incomodidades del viaje.
El diablo fuma (y guarda las cabezas quemadas de los cerillos en la misma caja)
En la ópera prima del michoacano Ernesto Martínez Bucio, ganadora del premio correspondiente como debut en la pasada Berlinale, asistimos a una atmósfera de olores irreconocibles, originales, pero que impregnan el que quizá sea el espacio físico y mental por excelencia en el cine mexicano moderno: la casa familiar y los enjambres humanos que lo habitan, en un rango que va de Principio y fin (1993) a Tótem (2023) o incluso a otra seleccionada en la misma competencia moreliana en esta edición, Vainilla (2025) de Mayra Hermosillo, también debutante.
No obstante Martínez Bucio haya enterrado el ombligo en Uruapan y vivido una infancia de paisaje michoacano, su debut resucita con impresionante precisión al Distrito Federal del verano de 1990, días de calor y vacación en los que Juan Pablo II volvía a visitar el país, la campaña “Lávate las manos” contra el cólera atiborraba la atención, el programa salinista Solidaridad se anunciaba como la entrada mexicana a la modernidad –otra vez– y en el país entero se percibía el rumor lejano, aunque ya perceptible, del fin de milenio.

Fotograma de El diablo fuma (y guarda las cabezas quemadas de los cerillos en la misma caja) (2025), de Ernesto Martínez Bucio
El diablo fuma nos invita a la observación de un desmoronamiento, pero no a través de la narración directa ni cronológica de sus fisuras, sino de numerosos fragmentos, oblicuos y aparentemente inconexos que van tomando forma, como la grabación de un espejo rompiéndose que se reprodujera en reversa, observando el reflejo, sin consciencia inicial de que lo que vemos es un espejo. De esta forma, los fragmentos se acomodan a cuentagotas invitándonos a habitar el mundo interior de sus personajes antes de entender lo que está pasando. Se trata, en su mayor parte, de cinco hermanos –tres niñas, dos niños– de entre siete y doce años que viven al cuidado de una abuela cariñosa pero negligente que, ante la crisis familiar que les separa progresivamente de sus padres, los fuerza a vivir, a puerta cerrada, una nublada percepción de la realidad en donde el diablo es una presencia tan natural como Dios o el ángel de la guarda lo serían para cualquier otra familia.
La película de Martínez Bucio tiene la textura y el vapor reconocible en numerosas óperas primas nacionales en años recientes, incluyendo sus flaquezas. El guion, coescrito por Bucio y la poeta y traductora capitalina Karen Plata, evita la estructura de tres actos o el manoseado desarrollo de personajes a partir de una motivación o conflicto para invitarnos a habitar una colmena de vidas de las cuales sabemos poco a nada, pero que pronto resultan reconocibles y entrañables.