02/05/2025
Literatura
Los gringos raros
Las crónicas de Hunter S. Thompson son un poderoso retrato de esa zona cultural a la que puede llamarse “lo extraño estadounidense”
Hunter S. Thompson en Aspen, 1970
En estos días, mientras leía la colección de artículos de Hunter S. Thompson La gran caza del tiburón (1979), tuve de nuevo la sensación de que hay muchos vínculos entre él y otro gran escritor estadounidense, Philip K. Dick. Desde luego, a ambos les interesaba la alteración de la conciencia –Miedo y asco en Las Vegas (1971) y Valis (1981) podrían formar un programa doble–, coincidieron en el área de San Francisco durante algunos años, pertenecían a la contracultura de los sesenta y marcaron una clausura pesadillesca de esa época, compartían en Nixon a un archirrival, etc. Los dos fungieron como representantes de la veta excéntrica, inadaptada, de la sociedad norteamericana.
Me refiero a la tradición de lo kitsch y lo esperpéntico en la cultura popular estadounidense, lo extraño, el American weird. Para ubicarlo basta ver un par de videoclips del Primus clásico o el documental Tiger King. Este tipo de objetos sólo podían venir de ese país. Estados Unidos tiene un potencial increíble para producir locos salvajes, debe haber algo allí de la ideología frontier y del individualismo exacerbado, soñar con hacerte de un pedazo de tierra donde vives como te place y los demás te dejan en paz. Pero el Zaratustra estadounidense es un tipo en shorts de basquetbol, botas vaqueras y una chaqueta de camuflaje rosa que esconde un revólver. Es curioso que en el territorio de la mayor estandarización capitalista sigan surgiendo estos “anormales”, y me pregunto si es una suerte de resistencia del valor de uso o tan sólo una capitulación monstruosa.
Cuando en la primera mitad del siglo XX los estadounidenses decidían jugar a la “alta cultura” algo allí no solía funcionar del todo, llegaban tarde o simplemente no llegaban. Había que emigrar, en muchos casos. (T.S. Eliot y Henry James optaron por una solución tajante: un nuevo pasaporte.) Sucede que la verdadera vocación de Estados Unidos en la cultura era dar a luz la edad del pop, nos dio los jeans y los tenis para reemplazar al frac y la muselina. No fueron Charles Ives o Aaron Copland las exportaciones que obsesionarían a una generación posterior de artistas globales, sino el jazz, el blues y las películas de gángsters.
Lo extraño estadounidense representa en un sentido la gota más intensa de esa misma tendencia pop, donde la industria cultural ya ni siquiera es brillo sino fango, las aldeas oscuras que se hallan río arriba. Si Philip K. Dick es un chamán introductor, Hunter S. Thompson cumple con el papel de guía de turistas –el tipo de guía que amenaza con dejarte varado en medio de la nada, a merced de los caníbales. Su valor como cronista es que, justamente, no se puso a observar tanto el movimiento contracultural como sus márgenes incómodos, los Hell’s Angels, o de plano sus antípodas, Las Vegas, el Derby de Kentucky, Watergate –sus textos sobre Richard Nixon siguen frescos en la era Trump. Y si bien el punto de su escritura era la sátira, el ataque despiadado contra ese mundo conservador, ignorante y corrupto, terminó pasando tanto tiempo allí que parece haberse contagiado. De Thompson podríamos decir que era demasiado sureño para los hippies y demasiado hippie para los sureños: alguien siempre fuera de lugar, incómodo para cualquiera.
Desde luego que hay un lado detestable en todo esto. Los cultos absurdos y los paranoicos de la conspiración hacen buenos personajes, pero si Trump anunciara, digamos, un bombardeo sistemático de América Latina, un número enorme de ellos reaccionaría con indiferencia o incluso con júbilo. El esperpento estadounidense suele tener una dosis alta de chovinismo, es el sueño americano revelado como pesadilla, justamente lo que vio Thompson en Las Vegas, la fascinación del mal, esa agresividad, esa crueldad que, pasada al arte, se torna un ritual de purgación –la cita de Deliverance en “My Name is Mud”, la antesala del horror: “Where’re you goin’, city boy?”.
Por diversas circunstancias terminé hace unos años en Raleigh, Carolina del Norte. El barrio donde me quedaba era progresista, había banderas LGBT, de Black Lives Matter, carteles que rezaban “Yo creo en la ciencia”, etc., me sentía en casa. Fue hasta que salimos un día al campo que la escena cambió por completo: de entre las granjas destartaladas y las casuchas surgieron las banderas confederadas y los carteles de Trump. Un hombre sin playera y con pelo largo rubio que se parecía a Kid Rock salió de su casa-tráiler y nos miró con desconfianza. Era una experiencia intensa. Atemorizante y nauseabunda, sí, pero posiblemente más provechosa que si me hubiera quedado a conversar con algún profesor de la universidad.
El veneno que hay en la obra de Hunter S. Thompson está medido para el consumo humano. La realidad pura nos destruiría, y la función de su escritura es ofrecernos una probada, una dosis que no nos aniquila pero nos permite conocer su sustancia. Estoy seguro de que si me hubiera bajado del coche y hubiera tratado de tener una conversación con el Kid Rock del trailer park habría habido problemas, tal vez no habría podido acercarme lo suficiente antes de que me pusieran una escopeta en la cara. ¿O quizá no? ¿Habríamos podido hablar, entendernos? Me parece que parte de la fascinación por lo extraño estadounidense, más allá de la sátira y la condescendencia, tiene que ver –al menos en una vía negativa– con ese puente roto de la comunicación.