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16 de agosto de 2017

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05/05/2024

Artes escénicas

Historia del aplauso, de Nerón a Mer-Khamis

Las palmadas tienen una historia singular vinculada a los escenarios, que la autora de este ensayo lleva hasta el trabajo de Arna Mer-Khamis

Viera Khovliáguina | miércoles, 7 de febrero de 2024

Fotografía de Anna Louise en Unsplash

Cuenta Suetonio que Nerón gustaba de cantar. Entrenó con el famoso citarista Terpno, que le recetó ejercicios como acostarse boca arriba con una hoja de plomo sobre el pecho y limpiar su estómago y sus intestinos a través de vómitos y enemas. Combinado con una dieta de mucho ajo y cero higos, esto afinaba la voz del emperador para su debut en Nápoles. “La música oculta no gana ningún afecto”, dijo Nerón antes de cantar.

Cuenta Tácito que a la mitad del show hubo un terremoto. El público, conformado en su mayoría por soldados de Alejandría, se puso inquieto e intentó salir del recinto, que terminó por desplomarse. Nerón, por su parte, permaneció en escena y no paró de cantar hasta cubrir su repertorio. Esto despertó la simpatía (o el miedo) de los alejandrinos, que aplaudieron y gritaron sobre las ruinas del teatro. Nerón quedó encantado con esos aplausos tan peculiares y contrató a soldados y cantantes de Alejandría como instructores. Eligió a los muchachos más jóvenes, robustos y guapos de la orden ecuestre romana para instruirse en el arte de aplaudir. Así nació la claque de Nerón. Estaba integrada por cinco mil hombres que, ataviados con las mejores ropas y joyas, acudían a los performances de Nerón y se infiltraban en la audiencia. Se dividían en tres grupos y cada uno tenía su aplauso:

1. Bombi: como el zumbido de las abejas.

2. Imbrices: como las gotas de lluvia sobre un techo.

3. Testae: como el tintineo de las vasijas de porcelana al chocar entre sí.

Combinados sonaban naturales y bellamente rítmicos y servían para guiar la cadencia de las ovaciones. La claque dirigía, en secreto, el desempeño del público. Tácito cuenta que la mayoría de los aplausos eran genuinos (lo cual le parecía preocupante). Nerón sentía su poder. El deseo de ser no sólo el emperador sino el protagonista de Roma lo llevó a contratar a la claque en todas sus presentaciones. Viajaban con él y con sus amici a otras ciudades. Aplaudían su desempeño en la cítara, su canto, sus poemas y discursos (auxiliados por la pluma de Séneca). Nerón ganaba todos los concursos de talento, pues la decisión final de los jueces consideraba las ovaciones.

Teatro y claques

El aplauso es el sonido público más común que emiten lxs seres humanxs (sin involucrar las cuerdas vocales). Es un acuerdo sonoro colectivo que honra los logros ajenos con percusión corporal. Se utilizaba en las cortes atenienses y romanas por su naturaleza democrática y neutral. La voz es única y con muchas variables, su franqueza o la carencia de esta es descifrable; las palmas parecen no mentir.

El aplauso es también un impulso fisiológico; el cuerpo se llena hasta el tope de entusiasmo y decide sacarlo por las manos con un ¡clap! Este impulso, hasta donde se sabe, es universal. Cuando lxs bebés descubren que pueden juntar las palmas para crear un aplauso se emocionan muchísimo y chocan y chocan sus manos porque la fuga de energía resulta divertida y fascinante. Sin embargo, no sienten el impulso de aplaudir si algo extraordinario ocurre fuera de su cuerpo. Aplaudir ante un espectáculo o en una celebración es una conducta aprendida en sociedad. Cuándo y cómo aplaudir. Bombi. Imbrices. Testae.

El aplauso es también un impulso fisiológico; el cuerpo se llena hasta el tope de entusiasmo y decide sacarlo por las manos con un ¡clap! Este impulso, hasta donde se sabe, es universal.

Nerón fundó la primera claque cuando aún no existía una manera elegante de nombrar a los paleros. En Francia el verbo claquer (aplaudir) dio nombre a las personas pagadas (o no) para asistir a un espectáculo y hacer lo propio. En el siglo XVIII el dramaturgo Jacques Rochette de La Morlière, mejor conocido como Le Chevalier, se convirtió en el primer director de una claque. Sus intereses en la práctica del aplauso iniciaron por la sed de reconocimiento. Llevaba colegas y voluntarixs para aplaudir sus propias obras y las de sus amigos. Desde su butaca inauguraba el escándalo y lxs claqueurs reaccionaban en cadena de ovación. El caballero Morlière incluso situaba a algunas personas en las esquinas del teatro para fabricar el efecto del eco. También dirigía los abucheos en los estrenos de sus enemigos. Sobra decir que Le Chevalier no era del agrado de muchas personas. Eventualmente se alejó del teatro y su muerte fue a penas un susurro.

Por otro lado estaba Claude-Joseph Dorat, que también fundó su claque por razones del ego. Fue un dramaturgo prolífico: escribía una obra al mes. Quizás por eso ninguna de ellas había sido bien recibida por la audiencia. En el teatro sólo se escuchaban ronquidos y chiflidos indiferentes, por lo que había pocas posibilidades de éxito. Dorat comenzó a comprar boletos para sus propios shows y a repartirlos entre sus conocidxs a cambio del aplauso. El abundante trabajo de Dorat le jugó en contra. Se endeudó tremendamente y se retiró del teatro.

Le Chevalier y Dorat perecieron pero ambas claques siguieron evolucionando por su cuenta. Estaban muy bien organizadas. Había una jerarquía y funciones precisas para cada subgrupo que las integraba. El chef de la claque, que tenía acceso al texto y a los ensayos de la obra, estudiaba todo de pies a cabeza; identificaba los momentos en los que había que aplaudir, reír, llorar o gritar ¡bravo! o ¡bravissimo! Organizaba ensayos con lxs integrantes de la claque para acordar a qué parlamentos reaccionar y cómo. Durante la función dirigía las ovaciones desde una butaca estratégica. Entre su séquito había especialistas. Los commissaires, que analizaban la obra a profundidad y procuraban comentarla con el público real para despertar intereses intelectuales. Lxs chatouilleurs (lxs “cosquillistas”) se encargaban de que el público estuviera de buenas. Eran simpatiquísimxs y regabalan chocolates y chismes, si se prestaba la ocasión. Finalmente estaban las célebres dames-claques, mujeres contratadas para asistir a los melodramas a llorar o suspirar. Todxs tenían prohibido usar guantes, para no velar el sonido del clap-clap.

El ejército romántico

Las claques ya no trabajaban para cumplir con los caprichos celebratorios de un solo dramaturgo. Para 1830 ya tenían convenios con los teatros más importantes de París. Su influencia en el medio era muy alta; decidían tendencias con su alboroto. Se aliaron con dramaturgos clasicistas como Eugène Scribe.

La obra dramática de su principal opositor, Victor Hugo, ya tenía un historial de censura porque no dejaba bien parada a la monarquía ni cumplía con los parámetros estructurales del clasicismo. Todo lo contrario: repudiaba a los “Goliats clásicos”, como los llamó en el prefacio de Cromwell, su Manifiesto romántico. Hugo tenía muchos discípulos, amigos y colegas cuyas ideas se alineaban con el Manifiesto, así que congregó una claque de quinientos románticos para desafiar a la de la Comedia Francesa. Su obra Hernani todavía no se estrenaba y ya tenía mala fama entre lxs asistentes regulares. Se habían repartido copias de algunos fragmentos entre lxs rígidos clasicistas, que ya auguraban su fracaso.

La claque de Hugo era diferente a todas las que le precedían, pues no se infiltró a las funciones en secreto. Todo lo contrario, el día del estreno llegó antes que nadie y con el coro de frentes en alto se formó frente al teatro; cada miembro llevaba consigo una vistosa tarjeta roja con la palabra “hierro” escrita en español. Era un guiño al epígrafe que coronaba Cri de guerre du Mufti, uno de los poemas de Hugo: “¡Despierta, hierro!”. Era el grito de guerra que solían entonar los almogávares antes de una batalla. El ejército romántico había desenvainado. No le temía a la violencia. “[El autor] prefiere razones a autoridades y siempre ha gustado más de las armas que de las insignias”, declara Hugo al final de su Manifiesto.

El ejército romántico había desenvainado. No le temía a la violencia. “[El autor] prefiere razones a autoridades y siempre ha gustado más de las armas que de las insignias”, declara Hugo al final de su ‘Manifiesto’.

La función inició y desde el primer acto hasta el final no paró la riña entre las rechiflas y los aplausos. Extasiado y nervioso, Hugo observaba a sus soldados desde un agujero del telón. Ambos bandos se excitaban cada vez más en defensa de sus respectivas posturas. Finalmente el impulso fisiológico del puñetazo en la cara superó al del choque de palmas. Así que las butacas mutaron en un campo de batalla rico en golpes, mordidas y patadas. Lxs actores no pudieron más que continuar la función a gritos, pues el revuelo en las butacas opacaba al acontecer escénico. “En el teatro sólo vemos, en cierto modo, los codos de la acción. Las manos están afuera”, escribió Victor Hugo en su Manifiesto. Con estas palabras predijo el enfrentamiento conocido como La Batalla de Hernani, es decir, el estreno de Hernani, y probó que la presencia de un público con ideales era capaz de cambiar el destino de una representación escénica y, como consecuencia, la percepción de todo un movimiento ideológico. Toda la temporada fue un incómodo éxito para la Comedia Francesa.

Ver la luz de nuevo

Un siglo más tarde, en 1929, James Joyce también convocó a una claque informal para aplaudir Guillaume Tell en la Ópera de París. Joyce era fanático de la ópera, sobre todo de los tenores, dado que ese era su rango de voz. Admiraba a John O’Sullivan, un compatriota que, según el irlandés, poseía la voz más maravillosa que había escuchado. A O’Sullivan se le había asignado el papel de Arnold, tenor principal, lo cual alegró mucho a Odiseo. Sin embargo, un par de funciones más tarde fue desplazado a un papel secundario por el cantante italiano Giacomo Lauri-Volpi. Joyce rabiaba. Estaba seguro de que era un acto de discriminación contra el irlandés; censura como la que él había vivido desde 1922, cuando su opera magna Ulises fue prohibida en Inglaterra y en Estados Unidos.

Joyce se identificaba con el cantante. Ambos eran exiliados, una minoría siempre acallada y pisoteada por sus vecinxs colonizadores. Ahora esta condena llegaba hasta la capital cultural europea y Joyce no podía permitirlo. La claque irlandesa compró sus propios boletos. Cuenta Leon Edel, en ese entonces joven seguidor de Joyce, que cuando O’Sullivan apareció en escena para entonar su primera aria, el escritor no lo dejó abrir la boca. Se levantó de su asiento y comenzó a aplaudir con frenesí. La claque acató la señal y la ovación creció hasta llenar el recinto. Finalmente las palmas callaron y O’Sullivan entonó el aria con dignidad. Apenas terminó, Joyce saltó de su asiento y gritó con más fuerza que antes, soltando bravos y bravissimos sin limitarse. La claque multiplicó su conmoción.

Se rumora que Joyce acudió a la función poco después de una intervención ocular importante. De pie en primera fila, aprovechó su condición post-operatoria para quitarse los lentes oscuros y gritar: Merci, mon Dieu, pour ce miracle. Après vingt ans, je revois la lumière! (Gracias, diosito, por este milagro. ¡Después de veinte años puedo ver la luz de nuevo!). La devoción que sentía por O’Sullivan era la de un espectador que se toma en serio a sí mismo y está dispuesto a exaltarse ante lo que le conmueve. Lo que ponía a latir el corazón de Joyce era la visión del exilio. Dado que O’Sullivan era la viva voz del exilio no podemos dudar de la franqueza de sus alabanzas, a pesar de provenir de las palmas de una claque.

Hasta ahora he hablado de la claque como un grupo de gente que es más manos que rostro, pero Hugo y Joyce nos ofrecen alternativas. La claque como un grupo de personas que hace ruido por una idea o por una causa. Enmudece la hidra de paleros, la aplaca el hierro de lxs manifestantes. El aplauso no siempre es sinfonía que endulza las reverencias. Es también estruendo. En algo acertó la claque de Nerón al identificar el bombi. Una audiencia participante sí que es enjambre. Parece que sí es posible reconocer las diferencias entre un aplauso espurio y uno franco.

Arte y resistencia

Mientras Joyce recuperaba la vista en un teatro en París, en la ciudad de Rosh Piná (entonces Palestina, ahora Israel) nacía Arna Mer-Khamis. Su familia, de origen polaco, era judía y sionista. Su juventud, según relata ella misma, la llevó a integrarse en 1948 a Palmaj, una unidad militar de élite que peleó por la creación del Estado de Israel. Recorrió las calles orgullosa y armada con munición financiada por Gran Bretaña hasta que, un año después, se unió al movimiento Mujeres de Negro, integrado por mujeres judías que iban a las prisiones israelíes a proteger a lxs palestinxs encarceladxs de las agresiones de los soldados.

Lxs niñxs del campamento de refugiados no habían recibido educación en mucho tiempo y moraban en las calles con el riesgo de ser heridxs, por accidente o no. Muchxs encaraban al ejército israelí.

Arna se formó en educación especial y terapia artística y se afilió al Partido Comunista. Allí conoció a Saliba Khamis, palestino secretario del Partido. Se casó con él por amor y por causas comunes y tuvieron tres hijos: Juliano, Abir y Spartacus. Se mudaron a Yenín, una ciudad que sufrió muchas pérdidas durante la Primera Intifada. Las escuelas estuvieron cerradas de 1988 a 1990; algunas de ellas ya eran polvo y escombros. Lxs niñxs del campamento de refugiados no habían recibido educación en mucho tiempo y moraban en las calles con el riesgo de ser heridxs, por accidente o no. Muchxs encaraban al ejército israelí. Le tiraban piedras a los tanques y le gritaban groserías a los soldados, que quedaban sorprendidos, no así divertidos, ante la temeridad.

En Yenín la cotidianidad de las infancias era forjada por la violencia y reinaba la paranoia. Unos años más tarde la ciudad sería apodada “la cabeza de la cobra” por las FDI. El sobrenombre se debe a que Yenín sería germen de múltiples ataques terroristas antes de la Segunda Intifada. Al centro de la cabeza de la cobra, en medio del campamento, en casa de su amiga Samira Zubeidi, Arna construyó un espacio seguro donde lxs niñxs pudieran dibujar y jugar con juguetes. El proyecto se llamó Cuidado y Aprendizaje y creció tanto que en 1993 ganó el Premio Right Livelihood, conocido como el Premio Nobel Alternativo. Con ese dinero Arna pudo erigir un espacio más digno para sus protegidxs. Lo más importante en este nuevo espacio sería el teatro.

Arna’s Children, el documental que Juliano Mer-Khamis hizo sobre su madre, inicia con una fila infinita de autos que esperan su turno en la carretera. Los soldados israelíes cerraron el paso hacia el campamento de Yenín y ahora revisan pasaportes sin ningún objetivo a la vista. Una intervención ociosa. Con la cabeza envuelta en una keffiyeh y un letrero entre las manos, Arna encabeza una protesta. Incita a lxs conductores a tocar el claxon y a desobedecer a la supuesta autoridad. Chifla fuerte. Dirige el revuelo con gestos colosales que parecen delineados por una batuta. Cada vez hay más ruido. Es una claque de claxons que se opone a quienes frenan la vida de Yenín.

Arna Mer-Khamis es la chef de claque más espléndida. Mira de frente a los soldados y les dice: “Ustedes son la cara de la ocupación”. Arna no le teme a la ficción de los soldados. No le teme a la muerte ni a la verdad. No reconoce la existencia de la célebre pared. Esa pared no es verdad. Es un invento propagandístico que separa la duela de las butacas. Arna no sufre de pánico escénico. Para celebrar los cinco años de su proyecto organizó un festival artístico con todxs lxs niñxs del centro. Docenas de ellxs ocupan las butacas del auditorio. Hay dibujos coloridos colgados de las paredes y todxs corren a sentarse en su lugar, pues la función va a comenzar.

Un coro de niñxs entona una canción. Portan kuffiyehs y acompañan su canto con tambores, panderetas y palmadas. Suena alegre y doloroso. Hipnótico como un rezo. La letra dice: “Campos verdes de mi amada Palestina: ¿por qué todxs lxs niñxs del mundo son libres y yo no? El ejército me secuestró y me echó a la cárcel. Me torturaron y me mataron en la celda. Seguiré resistiendo hasta recuperar mi patria”. Arna es parte del coro. Se baten tantas palmas que bombi, imbrices y testae no alcanzan para explicar su consonancia. Es el himno de la resistencia.

Cuidado y Aprendizaje

Casi al final de la película de 1951 Quo Vadis, cuando Roma por fin arde, Nerón decide cantarle con su lira. Todos sus amici y sus consejeros se quedan mirando el fuego, muy incómodos. Pareciera que nadie se atreve a decirle al emperador que, en efecto, Roma está ardiendo. Nerón no sale de su trance musical hasta que escucha, por primera vez, el clamor de sus ciudadanxs, que corren hacia el palacio para huir del fuego. Frenéticos, empujan a la guardia del césar, que cede ante el furor del pueblo. “¿Es posible que los seres humanos produzcan un sonido así?”, pregunta Nerón desconcertado. “Sí. Cuando han sido llevados demasiado lejos”, responde Petronio procurando no exaltarse. Nerón, acostumbrado a su claque, jamás había escuchado la ovación furiosa de la rebelión. Arna Mer-Khamis, en cambio, la conocía de memoria. La alimentaba y la recibía.

“La intifada, para nosotrxs y para nuestras infancias es una lucha por la libertad. Nuestro proyecto se llama Cuidado y Aprendizaje”, dice Arna con micrófono en mano y gran alevosía en el teatro atiborrado de niñxs. El superorganismo aplaude con ánimo desde la oscuridad de las butacas. “Estas no son solo palabras. ¡No son solo palabras!”, continúa. “Son la base de la lucha. No hay libertad sin conocimiento. No hay paz sin libertad. La paz y la libertad están enlazadas. ¡Enlazadas!”. Arna levanta los brazos y el auditorio estalla en un grito de júbilo. Si Yenín es la cabeza de la cobra, Arna sin duda era la lengua.

Cuidado y Aprendizaje era el refugio donde a nadie se le reprendía por su sed de vida. La escuela de la resistencia era el teatro, pues para resistir hay que sentir con propiedad. Arna, radar de las violencias, le enseña a lxs niñxs a reconocer, entender y expresar sus emociones.

Cuidado y Aprendizaje era el refugio donde a nadie se le reprendía por su sed de vida. La escuela de la resistencia era el teatro, pues para resistir hay que sentir con propiedad. Arna, radar de las violencias, le enseña a lxs niñxs a reconocer, entender y expresar sus emociones. Otra escena de Arna’s Children: la maestra habla y lxs discípulxs escuchan. La casa de Ala, de 10 años, había sido destruida esa mañana. “¿Estás enojado?”, le pregunta Arna. “Sí”, responde Ala, neutro, todavía en shock. “¿Qué hiciste con tu enojo? ¿Gritaste?”. Ala niega con la cabeza. A su lado, su amigo Ashraf se inquieta. También está enojado. “Primero volaron la casa de Ala y la mía quedó dañada”. Apunta que fue la armada israelí. “¿Qué te gustaría hacerles?”, pregunta Arna. “Matarlos”, responde Ashraf. Arna invita al niño a levantarse: “Yo soy la armada israelí. ¿Qué haces?”. “Primero insultarlos”, dice Ashraf casi contento. “Pues insúltame”. El niño procede a empujar, palmotear y maldecir a su profesora. Ala presencia la escena y ríe con lxs demás niñxs. Más adelante pinta una bandera palestina que ondea sobre las ruinas de su casa. No se requieren los servicios de la claque en Palestina; la resistencia creativa es el aplauso instintivo.

Teatro de la Libertad

¿Y qué es el aplauso hoy en día, en Occidente? Una acción colectiva que ejecutamos por separado. Corazones de pixel que se pintan de rojo con dos taps. Formamos parte de diversas claques. Lanzamos pulgares como si fueran flores. Combinaciones de emojis más complejas como muestra de respeto y admiración. Los célebres fueguitos que aplauden a los cuerpos. Bien dijo Lin-Manuel Miranda: “Twitter es mi audiencia de bolsillo”. A cada clap se hincha la popularidad de lx héroe y protagonista de la cuenta. En 2018 la claque twittera de Donald Trump estaba integrada en un 60% por bots. En diciembre del año pasado, la claque bideniana de Instagram, de 17.2 millones de personas, fue superada por la del fotoperiodista palestino Motaz Azaiza, con 17.3 millones. Un mes después sus cifras aumentaron a 18.6 millones; las de Biden bajaron cien mil.

A veces parece que importan estas estadísticas. Motaz, en entrevista con Al Jazeera, cuenta que salió de Palestina para entender qué se siente mirar un genocidio en vivo y repartir me gusta. “No quiero sus likes. Quiero que accionen. Vayan a protestar. Vayan a pedirle a su gobierno que pare esto. Que pongan algo de presión sobre Israel. Y si no accionan, seguiremos haciendo ruido”.

La intifada cultural arroja piedras hasta formar un mosaico. El arte y la violencia son resortera, símbolo de la osadía sagrada de la autodefensa. “Cuando estoy en escena no pienso en el público. Me entrego totalmente”, dice el adolescente Ashraf. “Cuando estoy en escena siento como si estuviera arrojando piedras. No dejaremos que la ocupación nos mantenga en la alcantarilla. Para mí actuar es como arrojar una bomba molotov”.

En 2002 el teatro de Arna fue destruido durante el asalto a Yenín. Ella había muerto seis años atrás, víctima del cáncer. Juliano Mer-Khamis, para ese entonces consagrado actor de Hollywood, regresó a Palestina para reconstruir el teatro de su madre. En 2006 fue reabierto y bautizado Teatro de la Libertad. En el sitio oficial se describe claramente su misión: “Desde que abrimos las puertas en 2006 hemos hecho que el teatro y las artes visuales estén disponibles para toda persona joven del campamento de Yenín. […] Hemos creado una generación de artistas y líderes que algún día estarán al frente del movimiento de liberación palestino”. Hay que detenerse un poco a pensar por qué Israel apuntó sus proyectiles hacia un teatro. “La música oculta no gana ningún afecto”, dijo Nerón antes de cantar. Es lógico: el represor gusta de ocultar la música, de preferencia debajo de escombros.

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