16 de agosto de 2017

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Literatura

Peter Handke: tiempo y espacio

Los personajes del Premio Nobel de Literatura 2019, escribe Nicolás Cabral, «buscan el ritmo de la singularidad en el sonido de sus pasos»

Nicolás Cabral | jueves, 10 de octubre de 2019

“Se decía que en una época apresurada correspondía un arte rápido”, leemos en Sodoma y Gomorra, el cuarto volumen de En busca del tiempo perdido. Proust sabía que el ferrocarril y el automóvil transformaban la experiencia del tiempo. Su prosa puede entenderse, en ese sentido, como un ejercicio restitutorio de la duración. De ahí, acaso, su rechazo de las descripciones, que inscriben la escritura en el espacio, y su fascinación por la música, el arte temporal por antonomasia. El desarrollo de los transportes, el aumento vertiginoso de la velocidad, no ha hecho más que acentuar, en palabras de Virilio, la “supresión progresiva de la dilación y de la naturaleza misma del viaje”. La instantaneidad de las comunicaciones hipermodernas ha terminado por debilitar la noción de trayecto, vinculada íntimamente al espesor y el ritmo de nuestras percepciones.

“De camino es mi país natal”, declara Filip Kobal en La repetición (1986). Buena parte de los personajes de Peter Handke, sencillamente, andan, buscan el ritmo de la singularidad en el sonido de sus pasos. De filiación bergsoniana, el Poema a la duración (1986) describe de múltiples maneras la experiencia subjetiva del tiempo: “un acontecimiento del agudizar el oído, / un acontecimiento del darse cuenta, / un acontecimiento del ser abrazado, / un acontecimiento del ser alcanzado”. Para Handke escribir es andar, y andar es durar: “No quien está en casa sentado, / sino quien camina hacia el hogar, / recibe la visita de la duración”. Una poética del trayecto, entendido como peregrinación laica, fue gestándose en su obra hasta encontrar la maduración en Lento regreso (1979). Probable herencia del nouveau roman –Ludovic Janvier identifica el vagabundeo como una constante de los personajes en las obras tempranas de Butor, Robbe-Grillet o Simon–, en sus primeras narraciones los personajes yerran: fatigan las calles en busca de sentido, sin lograr establecer quiénes son; el entorno les resulta ajeno, incluso hostil. El título de un poema de su etapa de transición a finales de los setenta, “El fin del deambular”, es elocuente: “concentrado frente a la máquina de escribir / retengo tu intervalo de tiempo / no confirmado oficialmente”.

A partir de Lento regreso los caminantes de Handke elaborarán estrategias para permitir que el mundo entre en ellos, afectándolos. Parecen encontrar, así, el kairós, una temporalidad indiferente al curso de la Historia que les brinda, como a Valentin Sorger, “tan sólo la transparencia de todo palpitando con fuerza y temblando por mi propio pulso”. Se trata de recolectores de instantes cuyos actos manifiestan siempre una cadencia extraña. Al abandonar la intriga, el relato hace de la prosa un espacio sensorial: la frase se dilata para registrar los elementos del entorno, el modo en que se transfiguran como hechos de la conciencia. “Por esto, necesitando durar, me hundo intencionadamente en las cosas cotidianas, las cosas hechas”: las palabras del protagonista de La doctrina del Sainte-Victoire (1980) podrían ponerse en boca de Sorger, Kobal, los cuatro amigos de La ausencia (1986), la banquera de La pérdida de la imagen o Por la sierra de Gredos (2002) o el actor de La Gran Caída (2011). La escritura-peregrinaje de Handke, sus trayectos hinchados de tiempo, son formas de resistencia ante la erosión de la experiencia en épocas de inmaterialidad financiera. Constantemente resignificado por la memoria involuntaria, en el presente de sus narraciones se escucha la música de los pasos. No el presente vivido como dilatación de lo inmóvil, clausura de la posibilidad, sino como tiempo heterogéneo. Se lee en Lento regreso:

En este espacio de tiempo había un presente constante, un mundo –que era de todos–, un lugar como cualquier otro, constante, un mundo como cualquier otro, constante, un hábitat constante. Este presente era una omnipresencia en la que alentaban también los muertos que un día fueron amados y en la que los más alejados amores, alegres y felices, estaban a resguardo en una estancia contigua a la que se tenía acceso…

Geógrafo, Sorger estudia las formas del suelo, configuradas muy lentamente, signo de una temporalidad que incluye, y trasciende, la vida humana. La coexistencia de tiempos –el de los procesos naturales y el de la subjetividad– en un espacio al fin habitado, invoca a Kairós y da la espalda a Cronos: “Aquí el tiempo ya no significaba abandono y fracaso sino unión y cobijo”.

*

¿La crisis de la habitabilidad es una crisis de la intimidad? Parece ser lo que Sorger busca conjurar en Lento regreso cuando se instala en el “Gran Norte” (Alaska) con el fin de lograr, a través de sus actividades como geólogo (su ciencia “le ayudaba a sentir dónde se encontraba él en cada momento”), la purificación de la mirada, del lenguaje, de la sensibilidad. Es el camino que elige para volver al paisaje de la infancia con la capacidad de morar renovada. Handke, reconocible en diversos rasgos de su personaje, piensa en la necesidad de experimentar la extensión, de delimitar el dónde antes de identificar el quién. Sorger decide entonces, a través de la observación y la anotación, recobrar los espacios:

al no estar en situación de reencontrarse a sí mismo entre sus cuatro paredes, en este lugar, aquí y ahora, veía su única oportunidad: pensaba que si no se dedicaba a él (a menudo hastiado) con el esfuerzo de su trabajo, tampoco habría refugio en los espacios de su pasado…

Habitar, aquí, es un proceso de aprendizaje, un tejido paciente de relaciones con las formas del espacio. (En este punto es interesante notar la cercanía con El ingeniero, la sutil novela epistolar de J.R. Wilcock aparecida cuatro años antes.) Sin embargo, por las noches Sorger no logra sentir como suya la cama en la que duerme, y esta experiencia lo lleva a concebirse a sí mismo como alguien alejado. Handke explora el “lento regreso al hogar”, entonces, en el sentido del “desalejamiento” heideggeriano, y su prosa se convierte en el instrumento privilegiado de esa evolución, llevando a su fraseo, pleno de subordinadas que marcan la cadencia, la actitud circunspectiva de Sorger: “La idea de concebir el lenguaje como espacio se complementa en seguida con la idea de concebir el espacio como lenguaje”, ha escrito José Luis Pardo al respecto. El geólogo tiene un proyecto de ensayo titulado Sobre los espacios, y en sus apuntes se consigna un problema central de la habitabilidad, la experiencia de la extensión: “en cada paisaje la conciencia se iba creando sus propios microespacios, incluso allí donde hasta el horizonte no parecía haber ninguna posibilidad de poner límites a nada”. El proceso de familiarización involucra, necesariamente, tiempo, específicamente duración. ¿Escribir es una forma de habitar, dado que ambas acciones son tipos de relación con el lenguaje?

El vínculo entre extensión y duración entraña inquietantes paradojas, sobre las que Sorger construye sus meditaciones. Habitar y habituarse comparten raíz, y el hábito, sujeción a la métrica productiva, es proclive a comprimir el tiempo y degradar la experiencia del instante. ¿Es necesario, entonces, deshabitar cíclicamente los espacios para recuperar el sentido de la duración? La salida de esta encrucijada es una cuestión rítmica: se habita cuando los elementos del entorno componen una secuencia, modulada por un tempo. Handke, de algún modo, da solución narrativa a lo que Henri Lefebvre plantea en La producción del espacio (1974): “Cómo las leyes del espacio y su dualidad (simetrías y asimetrías, orientaciones y referencias) concuerdan con las leyes de los movimientos rítmicos (regularidad, difusión, compenetración) es una cuestión sin respuesta de momento”. No es casual, entonces, que La doctrina del Sainte-Victoire tenga a Cézanne –a su pintura y su presencia en la montaña del título–, maestro del ritmo espacial, como detonante. El autor de Lento regreso, aquí el protagonista, ofrece la tramoya de la ficción, el modo en que su acercamiento a un lugar, propiciado por la experiencia iluminadora de ciertas pinturas, desemboca en el encuentro con nuevas formas de percepción y, por lo tanto, de escritura, signadas por la cristalización de un ritmo subjetivo. La habitabilidad es aquí, como en los lienzos del pintor moderno, una épica de lo cotidiano, la identificación del rastro de las cosas, como si así se las salvara de la desaparición.

¿Qué pasaba? No pasaba nada. Y no era necesario que pasara nada. Yo estaba liberado de toda espera y lejos de todo ruido. El paso regular era ya la danza. El cuerpo completamente extendido que era yo se veía transportado por sus propios pasos, como en andas. Este ser danzante que andaba era yo-por-ejemplo y, en esta hora perfecta, expresaba de la misma manera la “forma existencial de la extensión y la idea de esta forma existencial”, que, según el Filósofo, “son una y la misma cosa, pero expresada de dos maneras”: regla del juego y juego de la regla…

Se trata de Spinoza, de su Ética, de la experiencia singular de la eternidad que permite al sujeto adquirir una distancia que lo resguarda de la rutina ciega. ¿Será ése el camino para “hacerse digno de habitar la Tierra”, ese lugar en el que también otros buscan su extensión?


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