16 de agosto de 2017

La Tempestad

También las artes cambian al mundo

04/05/2024

Literatura

Había mucha neblina o humo o no sé qué

La Tempestad | miércoles, 26 de octubre de 2016

Compartimos un fragmento del más reciente libro de la escritora mexicana Cristina Rivera Garza (Matamoros, 1964), editado por Random House. Una exploración narrativa que transita entre géneros literarios, acerca de la obra de Juan Rulfo.

 

***

 

 

 

Se llama de este modo y de este otro

 

Entre 1953 y 1955 Juan Rulfo publicó su obra completa: dos libros escuetos con los que habría de transformar la literatura mexicana del siglo XX. Esto es verdad. Otra manera de decir lo mismo diciendo otra cosa sería la siguiente: entre 1953 y 1955 Juan Rulfo publicó la parte literaria de una obra completa que también incluía, y eso de manera fundamental, la fotografía y la edición: dos libros escuetos con los que habría de dar cuenta de las transformaciones registradas en la narrativa de mediados del siglo XX en México. Tanto en El llano en llamas, su colección de primero quince y, finalmente, diecisiete cuentos, como en su novela Pedro Páramo, Rulfo produjo textos hasta ese momento inconcebibles dentro de cierta tradición más bien oficialista de la narrativa nacional: una novela realista, cuando no costumbrista y hasta viril —para utilizar los adjetivos de su tiempo—, que seguía obsesionada por el fenómeno social y cultural de la Revolución mexicana de 1910. Sin embargo, tanto Pedro Páramo como El llano en llamas también fueron textos concebibles, acaso naturales, dentro de otro flujo narrativo —más secreto y subalterno e incluso vanguardista— que, partiendo de preocupaciones enraizadas en el debate histórico de la gesta revolucionaria pero producidas durante los embates de la primera modernización de mediados del siglo XX, configuró una enunciación propia de la modernidad mexicana. A esta enunciación no pocos la calificaron de extraña.

 

 

I

Prometerlo todo

 

 

afuera, en el patio, los pasos, como de gente que ronda

 

 

En el futuro, cuando ya no quede ni rastro de este viaje, cuando ésta sea sólo otra carretera más y el cielo, este mismo cielo, se haya extinguido del todo, quedará una nota. Unas cuantas palabras apenas. Un puñado de letras.

 

Dirá: “Realiza el recorrido de la primera Carrera Panamericana de autos —desde Ciudad Juárez hasta el Ocotal en la frontera con Guatemala—; reparte la guía turística de la Goodrich-Euzkadi entre los comités estatales de seguridad”.1

 

El año: 1951.

 

Alguien las leerá; esas palabras. Y las anotará en un cuaderno, como si anotarlas en un cuaderno de alguna manera les diera mayor solidez, lo que algunos llaman, y llamarán entonces todavía, estoy segura, mayor realidad. Como si el escribirlas de la mano propia les diera peso, quiero decir. El peso del cuerpo, inclinado sobre la mesa o el escritorio. El peso de la mano alrededor del lápiz, empuñando. Y las llevará consigo, esas palabras, en un bolsillo o en algún otro lugar cerca del esqueleto, para ir digiriéndolas o saboreándolas. Para ir entendiéndolas, se dice, cuando en realidad se quiere decir: para ir imaginándolas. Uno necesita tiempo para imaginar. Sólo eso. La primera Carrera Panamericana se celebró en 1950. El 5 de mayo de 1950, para ser más exactos. Un portento de velocidad. Desde Ciudad Juárez a Chihuahua, de Chihuahua a Durango, de Durango a León, de León a la Ciudad de México, de la Ciudad de México a Puebla, de Puebla a Oaxaca, de Oaxaca a Tuxtla Gutiérrez, de Tuxtla Gutiérrez al Ocotal, en efecto. De frontera a frontera. De punta a punta de ¿qué? Pues de punta a punta de un país. Un poco más de 3 mil kilómetros en cinco días de velocidad y polvo, curvas, aplausos, accidentes, fotografías, muerte. ¿Cuánto se puede callar en cinco días por carretera? En cinco días por carretera se puede callar uno una eternidad.

 

Y uno calla.

Encalla.

¿Y qué otra cosa es la necedad?

 

Alguien, desde el pasado, le pregunta, tal vez ahora mismo, al futuro: ¿me imaginará con la mirada fija a través del parabrisas, los dedos alrededor del volante, sudorosos; el brazo izquierdo recargado sobre el espacio de la ventanilla abierta? ¿Imaginará el aire que hace trizas el humo que sale de la punta roja del cigarrillo? ¿Sabrá que sólo a veces uso corbata? ¿Imaginará estos espejismos que aparecen, mercuriales y deformes, al final del camino?

 

Y alguien, desde el futuro, tal vez ahora mismo, imaginará. Ciertamente. La palabra uno que es singular pero que pertenece, en sentido estricto, a otro. La palabra uno, entonces, pero doblada en dos. El lado masculino; el lado femenino. Uno maneja así en la carretera: alerta y desprevenido a un tiempo. Uno coloca los ojos a medias en el horizonte y a medias en el camino, y luego arranca. Las llaves, el ruido de las llaves. El roce de las puntas de las llaves contra los muslos; las rodillas. El asiento abullonado. El clutch. Los cambios. Primera. Luego, segunda. El ensamblaje maquínico del auto. Este estado de pura ensoñación. Tercera. Ciudad Juárez era en 1950 una ciudad de apenas unos 122 mil habitantes. Ya había pasado por ahí la Revolución, dándole fin al Porfiriato a través de los famosos tratados de Ciudad Juárez del 21 de mayo de 1911. Y, aunque todavía faltaban muchos años para que se convirtiera en una de las ciudades más peligrosas del mundo, una especie de estación terrestre del infierno según muchos, ya había triplicado su población sólo en una década gracias al paulatino pero irreversible establecimiento de maquiladoras y otras plantas de ensamblaje a lo largo de la frontera. Una mete tercera. Uno piensa: Paso del Norte. ¿Qué hace esa mujer a las orillas de la gasolinera? ¿Qué hace una mujer con pañoleta de lunares y un neceser colgando de las manos juntas a las orillas de una gasolinera justo al inicio de la carretera federal 45 en esto que todavía se llama Ciudad Juárez? El tiempo es su enemigo: el coche, su aliado; el camino, su problema.

 

Alguien, desde el pasado, tal vez ahora mismo, insistirá: ¿es una mujer? ¿Será una mujer la que me imagine así, en el futuro?

 

Usted ha de pensar que le estoy dando de vueltas a una misma idea.

Y así es, señor.

 

Dar. De. Vueltas.

Soñar despierto o despierta, da lo mismo.

Suspender es un verbo, pero bien podría ser una nube.

 

Iba a seguirse de largo, pero regresa. Súbita vuelta en u. El chirriar de las llantas sobre el asfalto. ¡Pero qué se cree esa mujer! Todavía está ahí, a las orillas de la gasolinera, como si esperara a algo más que a alguien: los dedos entrelazados alrededor del asa de un antiguo neceser, el suéter oscuro pegado al cuerpo, los tacones bajos. ¿No sabe que terminará muerta? Es difícil ver el mundo desde un auto en movimiento. Es difícil decidir.

—Usted no debe andar sola por aquí —dice cuando ya ha terminado de bajar la ventanilla. El cuerpo envuelto en un traje gris ahora extendido, casi completamente horizontal, sobre el asiento delantero del auto. La incomodidad. O el ridículo.

—Pues usted tampoco.

El eco de la voz. El viento de la mañana. Y el sol. Inclemente, el sol. Hace apenas unos meses, poco más de un año, todo esto retumbaba con la algarabía de la carrera. Los altavoces y los aplausos. El vértigo. La muerte. La gran Carrera Panamericana. ¿De quién habrá sido la idea de enviar otra vez al agente de ventas a la misma ruta de la carretera y hacer el recorrido original, que era en todo caso en sentido contrario a la carrera de ese segundo año? Pero todo se olvida; todo queda atrás. Todos nos distraemos alguna vez. Y un día, un buen día, nada de esto importará.

—Súbase —ordena y suplica al mismo tiempo. La puerta abierta, tan pesada como voraz. El cuerpo recostado y absurdo sobre el asiento. El momento de no volver atrás.

 

Suspender es un verbo, pero bien podría ser la máquina que avanza a toda velocidad sobre la carretera. Un ensamblaje en movimiento. Toda una era.

Cuando ya nada de esto importe, cuando el viaje haya desaparecido de la memoria propia y de la ajena, quedará un número: 145358. Y quedará, tal vez, la fotografía de un hombre joven, de mirada directa y boca cerrada —como le corresponde a los gestos y las posturas de las identificaciones oficiales—, en el lado derecho de una vieja licencia de manejo. El nombre: Juan N. Pérez V. La fecha de expedición: 17 de julio de 1946. El lugar: Ciudad de México. Una firma.

 

—¿Desde dónde viene?

—Desde allá.

—¿Y dónde es allá?

—No, pues otro mundo.

—¿Dónde es esto y dónde es aquello?

—Sí, allá. En efecto.

El paisaje está hecho de puro cielo. Matorrales secos y cielo. Aridoamérica. Labrar eso.

—Bonito coche —dice y estira el brazo, tocando el toldo. Desprevenida, la risa. La línea estricta de la tráquea bajo la piel suave del cuello. Los rizos sueltos. Al toldo también se le conoce como cielo.

—Es de la empresa —murmura. El camino es mi problema. El tiempo, mi enemigo. El coche: mi aliado—Es de la fábrica —confirma al final.

 

 

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1.Roberto García Bonilla, Un tiempo suspendido. Cronología de la vida y la obra de Juan Rulfo, México, Conaculta, 2008, p. 123.

 

 

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