16 de agosto de 2017

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07/05/2024

Literatura

Paisaje interior

La nueva colección del sello Gris Tormenta lleva a Guillermo Núñez Jáuregui a preguntarse sobre lo que significa, hoy, escribir literatura

Guillermo Núñez Jáuregui | jueves, 23 de noviembre de 2023

Este mes la editorial Gris Tormenta presentó una nueva colección en su catálogo, la tercera (después de Disertaciones y Editor). Inicia con la traducción de Última carta a un lector (original de 2021), del escritor australiano Gerald Murnane, y, de acuerdo con su plan editorial, en febrero del año próximo se distribuirá Suerte de principiante. Once ideas sobre el oficio, de Julián Herbert, y El lenguaje del poema. Ensayos reunidos, de Mario Montalbetti, se publicará en mayo. Sólo he leído íntegramente Última carta a un lector y he revisado, en diagonal, los libros de Herbert y Montalbetti, que siguen en proceso de edición.

¿Qué define a esta nueva colección? ¿Hay puntos en común entre estos tres libros? Murnane, a sus 84 años, revisa su obra, que inició en 1974 –la relee y comenta. Pero es algo más que un reporte de lectura. El de Herbert, en cambio, es una colección de “conferencias” sobre escribir y sus vecindades, que oscila entre reflexiones sobre budismo zen, ideas provenientes de la divulgación científica (con énfasis en descubrimientos de la neurociencia) y una especie juguetona de crítica cultural. Lo que parece un texto proveniente del arte de hablar en público de pronto, también, implica algo más. La imagen sobre lo que rodea estos libros la da Montalbetti: se trata de los círculos que trazan quienes conocen o se implican en el arte de la literatura, en torno a un agujero sin fondo.

La imagen sobre lo que rodea estos libros la da Montalbetti: se trata de los círculos que trazan quienes conocen o se implican en el arte de la literatura, en torno a un agujero sin fondo.

Pensé en una imagen parecida al considerar esta nueva colección en contraste a las que le precedieron; es como si hubiera un acto de concentración sobre el arte del escribir. Partiendo, primero, de la amplitud de una conversación en torno a un tema –en Disertaciones– y luego lo que ocurre, también en el mundo material (donde los escritores tienen estómagos y necesidades), detrás de ese trabajo –en Editor. Pero acá, en Paisaje Interior, se encuentra el riesgo de volver a ese espacio material: es un poco lo que ocurre, por ejemplo, en las entrevistas de la Paris Review sobre el arte de la ficción o de la poesía, el teatro o el guion. A menudo en esas entrevistas lo que queda es la trivia (ya sabemos, Hemingway escribiendo de pie, el clima que hacía cuando se visitó la casa de equis autor, etcétera). Pero también, se olvida uno, en esas conversaciones de pronto se asoma un tono.

“¿Alguna de estas cosas importa de verdad?”.

“¿Cuándo es que el lenguaje vale la pena?”.

Es el tono, me parece, que se esconde entre estas dos preguntas, o detrás de ellas, no lo sé. La primera pregunta se encuentra en Última carta a un lector y la segunda en El lenguaje del poema. Y aunque la reincidencia del libro de Herbert en torno al budismo zen y sus prácticas me dan para sospechar de su aspecto, digamos, terapéutico, también creo que se debe a la búsqueda del espacio (o el paisaje, para ceder ante el nombre de la colección) al que aludo.

La verdad es esta: existe un trance, un tono o una manera de escribir, que todos los que escriben saben reconocer. Quiero decir, todos aquellos que escriben literatura. Están al tanto de una voz, un espacio, una forma de acercarse. No es esa la voz con la que escriben, no necesariamente. Son capaces, estas personas, de escribir a modo: saben bien cuándo están escribiendo por encargo, cuándo sólo están poniendo la palabra al servicio de una tarea o un deber. Pero hay, por debajo de todo ello, una palabra más auténtica, o más cercana a un misterio, lo que se bordea siempre, lo que se sabe que permanece.

¿Es así? ¿Permanece?

Esa es parte de la cuestión: en la medida que uno usa esa voz para bordear aquello que es misterioso, se acerca más a lo literario pero se aleja más de la posibilidad de comunicar qué es, exactamente, lo misterioso.

Se trata de una voz peligrosa, en ella mora el riesgo o la apuesta. Hay quienes conocen esa voz a través de la poesía, pero también a través de la narración o del pensamiento. Hay quienes, en cambio, para evitarla, escriben poemas, o para sacar el gasto escriben la reseña; no pueden aprovecharla, o no demasiado, si en cambio buscan escribir una novela que pueda ser leída por muchas personas. Esa es parte de la cuestión: en la medida que uno usa esa voz para bordear aquello que es misterioso, se acerca más a lo literario pero se aleja más de la posibilidad de comunicar qué es, exactamente, lo misterioso. Y es que lo misterioso, o lo luminoso, lo epifánico, o ese sitio oscuro, no mora en un solo lugar; no es un estanque al cual uno pueda ir a beber, conociendo ya el camino. Cambia de lugar. A veces, como digo, está a pleno sol. O de golpe se le encuentra en el crepúsculo, también. Los caminos para llegar adonde habita cambian también. Y uno descubre que, extrañamente, también en una reseña o en un ensayo se da lo que en otro momento se daba, por ejemplo, leyendo un poema. Pues también puede donarse, para quienes escriben, en la lectura, en la interpretación, en sitios, en fin, fuera de toda sospecha.

Escribe Murnane sobre su forma de escribir: “Me gustan las oraciones largas por las múltiples conexiones que revelan, pero creo que la longitud y forma de cada oración está determinada por la presión, por así llamarla, de los pensamientos y emociones que necesitan ser expresados”. Lo que me interesa de esa frase no es lo que le gusta a Murnane, sino que concede que hay un momento en que la palabra, como ocurre en el psicoanálisis, revela algo a pesar nuestro, y se debe a la presión de aquello que o no queremos conocer o sencillamente no conocemos, pero que está allí. A diferencia del psicoanálisis, me temo, en la literatura no existe necesariamente cura. La frase de Murnane va de la mano con esta idea que cita de Virginia Woolf: un pensamiento o una emoción crean una ola en la mente, y al romperse la ola cae la oración en su sitio.

Encuentro algo arriesgado en esta colección, especialmente en los tiempos que corren, narcisistas, que creen que toda vida es digna ya no de una autobiografía bien escrita sino, en fin, de lo que ya sabemos y que se vomita a cada instante en las redes o en Internet. El riesgo está en reconocer que el escritor, además de usar el lenguaje, también es alguien que respeta su mitología personal. Afortunadamente Gris Tormenta, hasta ahora, no acepta manuscritos no solicitados.

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