16 de agosto de 2017

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13/05/2024

Literatura

Reconstrucción

La obra de Cristina Rivera Garza, escribe Nicolás Cabral, es “como un móvil que, según el punto de mira, compone constelaciones distintas”

Nicolás Cabral | miércoles, 9 de febrero de 2022

Cristina Rivera Garza

Cristina Rivera Garza es una de las escasas escritoras que, en el panorama contemporáneo, trabaja emulando una cinta de Möbius. Sus libros, según el marco genérico que les asignemos, se ubican del lado de la creación (narraciones o poemas) o el de la reflexión (desde el ensayo crítico), en un continuo donde las ideas van pasando de una cara a otra. Sin embargo, lo que la sitúa como una de las voces centrales de la literatura latinoamericana actual es el modo en que sus trabajos más recientes han vuelto innecesario determinar el lado de la banda. A partir de Había mucha neblina o humo o no sé qué (2016), su singular exploración de la obra de Rulfo, Rivera Garza ha publicado libros de originalidad cada vez más marcada, que se inscriben en la llamada escritura documental.

En Los muertos indóciles (2013) CRG da el nombre de desapropiación a su poética, y la plantea a partir de preguntas que sus textos posteriores han tratado de responder: “¿De qué manera las figuras del narrador, punto de vista o arco narrativo, por ejemplo, tendrán que rehacerse para dar fe de la presencia generativa de otros en su mismo existir? ¿Qué soporte se habituará mejor a la develación continua del palimpsesto y la yuxtaposición intrínseca a cada proceso escritural? ¿Cómo será el así llamado aparato crítico cuando cada frase e, incluso, cada palabra, tenga que dar cuenta de su ser plural y pluralmente concebido?”. Se trata, como se ve, de un desplazamiento en la concepción de la escritura literaria. No escribir sobre o de algo, sino escribir con, entre y para los otros. Especialmente los muertos. “La desapropiación, entendida como una estética crítica que busca volver visible y hasta palpable la participación de otros en procesos de escritura que también son propios, inicia así con el documento”, planteó recientemente.

Luego del notable ejercicio arqueológico de Autobiografía del algodón (2020), donde puso en tensión el relato familiar con la historia del país, valiéndose de su experiencia en la investigación de archivos, Cristina Rivera Garza ha vuelto a la escritura documental para internarse en el tema que late en el corazón de su obra: el feminicidio de su hermana Liliana en 1990. Resulta difícil comentar, desde lo estrictamente literario, un libro que conmueve e indigna por igual, pero es imposible ignorar que, detrás del largo y doloroso duelo implicado, se trata de una deslumbrante puesta en página de lo que su autora entiende como desapropiación. El invencible verano de Liliana (Literatura Random House, 2021) está escrito con Liliana, con sus amigos, con sus padres, con la prensa, con los vericuetos del sistema legal mexicano… Es un artefacto que, al tratar con rigor los testimonios que la propia víctima dejó sobre sí, opera una auténtica reconstrucción de su voz y de su mirada, la pone ante nuestros ojos como un ser que habitó el mundo desde su singularidad irreductible.

Liliana Rivera Garza ha estado inscrita en prácticamente toda la obra de su hermana, en la dedicatoria “a lrg” que leemos al inicio de los libros desde Nadie me verá llorar (1999). Es, para ponerlo de alguna forma, la presencia que escribe junto a Cristina. Como leemos en el prólogo de Andamos perras, andamos diablas (Dharma Books, 2021), esta compañía en las palabras se fraguó antes de su muerte, durante la escritura, a mediados de los ochenta, de este primer libro de la escritora mexicana, titulado originalmente La guerra no importa (1991). Reeditado tres décadas después, la colección de relatos no sólo se revela como el núcleo de todo lo que su autora ha escrito después, con esa prosa narrativa que enrarece líricamente los ambientes, sino como una suerte de universo fundacional cuyas trazas pueden seguirse en diversos textos. El más evidente, Verde Shanghai: la novela insinuada en el conjunto de cuentos, que son incorporados como parte de una trama más amplia y compleja, pero con la misma sospecha: el amor como trampa que conduce al sometimiento de las mujeres. “Andamos perras, andamos diablas”, uno de estos cuentos primerizos, da nombre a un capítulo de Verde Shanghai y, claro, a una sección reveladora de El invencible verano de Liliana.

En mi mente lectora Andamos perras, andamos diablas, Verde Shanghai y El invencible verano de Liliana forman un tríptico. Incluso un cuarteto, si sumamos el ensayo Dolerse (2011). Un cuarteto que se mueve entre la ficción como evocación del trauma y el documento como posibilidad restitutoria. La obra de Cristina Rivera Garza se compone de libros que no se agotan en sí mismos, que trabajan anverso y reverso de ciertas intuiciones, obsesiones y heridas. Puede pensarse como un móvil que, según el punto de mira, compone constelaciones distintas, y al que cada nuevo elemento aporta dimensiones antes ocultas. Pero no, no es un tríptico ni un cuarteto, es un provisorio quinteto. Porque, como sabemos retroactivamente por los testimonios incluidos en El invencible verano de Liliana, ella estuvo presente desde los poemas de La más mía (1998). Cuando la familia Rivera Garza vivía en Toluca, las hermanas visitaban un manantial en Almoloya de Juárez, donde una raya separaba el agua limpia del agua turbia: “La línea de un cabello sobre el cráneo del misterio. / El límite que divide el lado derecho del izquierdo. / Tenía once años y protegida por ti / estuve a salvo de no ser amada”.

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