16 de agosto de 2017

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13/05/2024

Cine/TV

Elle, de Paul Verhoeven

Laura Pardo | miércoles, 22 de febrero de 2017

La protagonista de Elle (2016), Michèle, es incapaz de relacionarse en dúos. Busca los tríos. Así, triangular, es la relación con su hijo, emparejado con una mujer dominante; con su mejor amiga, con cuyo marido se acuesta; con su madre, que presume a su joven amante; y con su ex marido, involucrado en una nueva historia amorosa. Así fue la relación con su padre, al que la une un lazo perturbador –una historia criminal–, y así será el misterioso vínculo con su vecino, un banquero casado. Tres, como la Santísima Trinidad, los Reyes Magos y otros símbolos católicos que el cineasta salpica en la trama. Provocador, Verhoeven va más allá: tres violaciones a cuadro. (Si bien se podría discutir, en dos casos, que lo sean.)
 

Perversa, poderosa, obscena, intrigante. La figura central de este filme, encarnada por Isabelle Huppert, se perfila como uno de los personajes femeninos más fuertes del cine reciente. Nada raro para Verhoeven. Las mujeres son brillantes manipuladoras que se salen con la suya en muchas de sus cintas, de El vengador del futuro (1990) a Showgirls (1995) pasando por Bajos instintos (1992). Una figura femenina que, por lo demás, encaja muy bien en una época signada por la necesaria reactivación de las luchas de género (quizás esta coyuntura explique en parte la ovación de siete minutos que el largometraje, el primero de su director en una década, suscitó en Cannes). Esta mujer, de apariencia contraria a su personalidad de roble, que decide no vivir como víctima –aunque lo haya sido y lo sea– complejiza a los personajes conforme se relacionan con ella, en una cinta de empaque funcional, que facilita el goce de esta progresión dramática.
 

Y está la mano de un verdadero autor. Filmar sin tomarse demasiado en serio, como método para causar desconcierto. El disfraz de género para narrar una historia que, a través del humor, reniega de su origen. Imposible no pensar en los términos del suspense hitchcockniano (y, por ende, en Chabrol), que conecta el filme con un thriller clásico. Sin embargo, lo que en Hitchcock es pudor aquí es desmesura. Sangre, sesos, sexo. Y lo que en Chabrol es elegante locura, aquí es calculada torpeza. Interrupciones del coito, infartos cerebrales, cenizas esparcidas en el aire. La belleza del ridículo: el efecto Verhoeven, sin más.

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