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Literatura

El libro de la semana es…

Guillermo I. Núñez Jáuregui | lunes, 5 de diciembre de 2016

Una noticia y una recomendación: esta semana la editorial Solidaridad Press presenta su primer libro, la novela Faite del peruano Cronwell Jara (autor, también, de Montacerdos y Patíbulo para un caballo). ¿Qué es Faite? Una novela disparatada, de prosa inventiva e imaginación desbordante, donde un luchador o peleador o guerrero, un fighter, puede comunicarse, a su modo, con los animales que cría (cuyes, patos, conejos, gallos de pelea y un filosófico cerdo) en su frágil casa (que podría derrumbarse de un momento a otro, como ha ocurrido ya en varias de las casuchas del barrio que habita, junto a un río). La novela –narrada por el sobrino de Faite– no es, claro, puro disparate: destaca su tono luctuoso, un lamento por el amor que dejó a Faite, quien eternamente se rasura, así como la dignidad con la que sus personajes se enfrentan al apocalipsis. Pantagruélica y veloz, la prosa de Cronwell Jara recuerda que leer ficción puede generar un gozo muy distinto al fabricado en las series televisivas.

 

La novela, título debut de Solidaridad Press, se presenta este miércoles 7 de dicembre en Páramo. En la mesa estarán los editores y escritores Sara Schulz, Rodrigo Márquez Tizano y David Miklos.  Faite es el primer libro de Cronwell Jara que se edita en México. Compartimos, como adelanto, el arranque de la novela: 

 

***

Faite se afeitaba frente al espejo descochambrado justo en el baño que daba hacia el balcón cerca del cielo, de la duquea Mary Luna, cuando sentimos el remecimiento.

 

Un ligero temblor.

 

Una angustia sorda y un manto oscuro de nada se impregnaron en el aire fofo y descalabró mi ánima. Me hicieron repensar en mi muerte y en la muerte de todos los que me cercaban, los cerdos, los gallos, los cuyes. Y en la muerte de Faite.

 

–¿Oyes? ¿Lo sientes?

 

–¿Qué pasa? ¿De qué te asustas? –Faite, en su manía de rasurarse.

 

Se oyó un poderoso estruendo, la voz de las entrañas de la tierra, algo que era succionado hacia los roquedales fangosos y las sordas raíces de un desconocido inmundo vacío.

 

Vacilé. ¿El vacío tiene raíces?, me pregunté tal como me enseñó él a meditar cuando se las daba de bacán y de filósofo al lado de los puercos. ¿Tiene raíces aquello de donde no nos podemos agarrar? Sentí que mi garganta se hacía buche de pavo. Con moco de peste.

 

Tembló el cuadro con el pequeño retrato de la duquesa Mary Luna y sus ojos lindos. Pareció que se avecinaba un terremoto. Se remecieron las paredes de quincha. Chillaron cuyes y aullaron temerosos los perros del barrio; el ambiente se contuvo en un olor insoportable, a algo pútrido.

 

Gruñó Sir Apolonio, el chancho viejo y engreído del Faite, sacudió las cerdas y saltaron sus moscas; y, prisionero ahí en su estaca como de costumbre en él, olfateó y remiró el entorno con ojos humanos, calmo y apacible como un viejo flemático inglés; aunque, de repente, sacudió las orejas, inquieto y asustado, olfateando entre sus garrapatas un nuevo peligro y como si pensara ahora en huir y salvarse de algo insospechado. Pero se retuvo: ¿Otra vez? Calma, Sir Apolonio, no pasa nada. Aún no, cerdo filósofo estoico nihilista y cínico. Y, al fin, teologal. Como decían las revistas que a veces leía el Faite y el padre de la parroquia y me explicaban cosas del ser, el mundo, la mujer y el destino. Hasta que Sir Apolonio sacudió sus moscas: Bah, no es con nosotros, por ahora.

 

Sentí, de todos modos, que en cualquier momento –¿más luego?, ¿mañana?–, la casa se elevaría de sus bases, se sostendría en el aire y, sin remedio alguno, sin que nadie pudiera evitarlo, esta choza nuestra resquebrajada de sus raíces flotaría como una pompa o una pluma viajera soplada por el viento. Y que se la llevaría el destino no sé adónde.

 

Y esperamos lo peor.

 

Cacarearon las gallinas: Ya pasó. Nada de sustos. Las chismosas. Picudas. Picoteando garrapatas en la orejas de Sir Apolonio.

 

–¿Viste? No fue nada.

 

¿Estás seguro? –graznaron los patos, creí oírlos–.

 

¿Quién lo asegura? –dijeron los cuyes–.

 

Sí. Había sido un pequeño temblor, no un sismo, pero se había dado un estremecimiento en el aire, en las cosas, no sé cómo decirlo. Como si las esteras y adobes, los platos del comedor, la pecera, todo, tuvieran miedo. Y se me apretujó el alma, y no sé si al Faite se le hizo un buche de tusa de choclo esa bola que sube y baja en su pescuezo; pero en mí, sí. Y, en seguida, Dios, el ruido bronco y lejano ahora extrañamente empezó a repetirse. ¿Qué era eso? ¿Qué pasaba? Y, de nuevo, como si en otro mundo se desbarrancaran palos, naipes y adobes, se sintió que este mundo se despeñaba, irremediable, devorado por una enorme fosa tras este breve cataclismo.

 

–Otra casa más. Hasta cuándo. –Lamenté cogiéndome el pecho–; ¿a quiénes les habrá tocado ahora?

 

Los ojos saltones y rojizos, de pez gordo mirándose en el espejo rajado, me remiraban y, algo agrietados y mohosos, me dijeron:

 

–Yáaa, cholo, no fue nada. ¿De qué te preocupas?

 

Pero la gente afuera, los vecinos de la calle Retablitos, ya hacían alboroto. Se oyeron los gritos, lamentos y voceríos. Los perros ladraban o gemían de miedo; seguro, como yo, se orinaban sin saber a dónde correr. Ni de qué raíces sujetarse con uñas y dientes.

 

–¿Por qué tiemblas? ¿Acaso te orinas como una señorita? Je –Faite, en una tosecita cachosa, remirándose el cabello brilloso, bien al peine de cacho de toro, bien a la Glostora–.

 

–¿Qué casas se habrán hundido ahora? –dije temeroso, con el pecho rajado y el corazón traposo, por el pánico.

 

–Anda, ¿quieres curiosear? Sal y mira –zas, zas, rasurándose–. Convéncete y déjate de tonterías.

 

Salté entre los cuyes y conejos y salí corriendo como lagartija que le queman las patitas. Hubo un revuelo de plumas. Casi tropecé con un pavo y a tiempo logré brincar sobre el viejo chancho, Sir Apolonio: Qué pasa, mocoso. Más respeto con Sir Apolonio, oye tú, mozalbete; y, cruzando los almacenes de maíz y alfalfa, los despatarrados estantes de la biblioteca de Faite y esquivando el costal de arena que colgaba del techo, logré llegar a la puerta de lata de cilindro y di, como si salvara mi vida, con la calle. Agua bendita para la calle. Bendita sea.

 

Entonces supe que dos casas habían desaparecido.

 

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