16 de agosto de 2017

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Literatura

El exhibidor de atrocidades

Por Rodrigo Fresán | martes, 15 de noviembre de 2016

James Graham Ballard (Shanghai, 1930-Londres, 2009) fue uno de los más provocadores y visionarios autores de nuestro tiempo. Nació en Shanghai en 1930. Sus novelas –apocalípticas– mezclan experimentalmente diversos géneros y construyen una «mitología del futuro», una colección de «antiutopías». Hoy, el escritor cumpliría 86 años, a propósito, recuperamos este texto publicado en nuestra edición 37, julio-agosto de 2004. 

 

 

***

 

 

UNO. La clave de todo tal vez esté en el breve prólogo al monumental e imprescindible The Complete Short Stories of J.G. Ballard (2001). Allí, su autor afirma que lo suyo se resume en una «preocupación por el futuro verdadero que yo veo acercarse, por una especie de presente visionario, más que por un interés en el futuro inventado que prefiere la ciencia ficción». Porque ése es El Tema en la literatura de James Graham Ballard (Shanghai, 1930), ésa es su preocupación: el modo en el que el Tiempo se tensa o se expande o se ramifica en múltiples direcciones o, simplemente, se devora a sí mismo para perderse por el sólo placer de poder encontrarse. De ahí que leer a Ballard se una experiencia extraña, diferente. Las páginas pasan y se pasan de manera distinta en sus relatos o novelas. La textura metálica de su estilo, inseparable de las casi gélidas maneras en que sus héroes y heroínas se aman o se odian o se matan o, simplemente, se contemplan, convierte a sus libros en lugares extraños y al mismo tiempo reconocibles: en lugares inequívocamente, sí, ballardianos. 

 

Fuera de todo género y –como en Philip K. Dick o William Burroughs o David Lynch– un género en sí mismo, leer a Ballard equivale al extraño placer de mirar lo que se proyecta en una pantalla tamaño cinemascope a través del ojo de un microscopio. O viceversa.    

 

DOS. La obra de Ballard es fácilmente ordenable en bloques autónomos que sin embargo encajan entre sí. Están los relatos entrópicos que anticipan la estética de escritores como David Foster Wallace y George Saunders –repartidos en Cronópolis (1960), Bilenio (1961), Las voces del tiempo (1962), Pasaporte a la eternidad (1963), Playa terminal (1964) o El día eterno (1967), entre otros–; las novelas catastrofistas-naturales –El mundo sumergido (1962), El viento de ninguna parte (1962), La sequía (1964), El mundo de cristal (1966), El día de la creación (1987)–; las novelas catastrofistas-urbanas –La isla de cemento (1974), Rascacielos (1975), Compañía de sueños ilimitada (1979), Hola, América (1981), Running Wild (1988)–; el díptico criptoautobiográfico –El imperio del sol (1984) y La bondad de las mujeres (1991)–; los ensayos críticos de libros –Guía para el usuario del libro milenio (1996)–; las novelas con mesías enloquecido –Crash (1973), Fuga al paraíso (1994)–; los relatos ubicados en Mondo Ballard donde las computadoras escriben poemas –Vermilion Sands (1971)–; las novelas que podrían definirse como “del ocio y el tiempo libre” –Noches de cocaína (1996), Super-Cannes (2000) y la reciente y todavía inédita en español Millenium People (2003)–; y un libro pequeño inclasificable y atemporal y preposmoderno titulado La exhibición de atrocidades, que Ballard publicó en 1969 pero que podría aparecer mañana o dentro de cincuenta años y que seguiría sonando a revolución, a manifestación freak y alien de nosotros mismos. Porque, como alguna vez declaró, «El planeta habitado por extraterrestres se llama Tierra». 

 

TRES. Se puede decir que J.G. Ballard es a William Gibson lo que los Beatles son a Oasis. Chuck Palahinuk vendría a ser algo así como… ¿el David Bowie a ese Brian Eno que es Ballard? Puede ser. No importa. Lo que sí está claro es que Ballard llegó primero a la cima y que sigue ahí arriba solo, escribiendo esa rara prosa cromada y funcional no muy diferente a la que practica James Mexwell Coetzee, pero cuyas intenciones no pasan por la denuncia de injusticias sino, simplemente, por la exhibición de atrocidades. El espanto que supimos esbozar y colgar en las paredes de nuestros tiempos como contemplativa y contemplable obra de arte. Así, catástrofes climáticas y adoradores de accidentes automovilísticos o las tribus acomodadas y anárquicas –esos turistas con ganas de emociones fuertes o aquellos ejecutivos cansados de tanto ascenso– entregándose al más licencioso de los abandonos, siguiendo la estela de gurúes burgueses que predican el fin del aburrimiento y el ocio.

 

A los 74 años, Ballard es considerado por muchos el mejor escritor vivo de Inglaterra. Él, por su parte, no vacila en definirse como «un hombre completamente sereno y común», «un escritor que escribe sobre su mundo y su gente» muy lejos del activismo fashion de Naomi Klein, del verso con encefalograma plano de Manu Chao y del grito sagrado de las cacerolas contra la globalización. Cabe preguntarse, claro, quiénes son aquellos a los que Ballard considera «los suyos», su «gente milenarista». Ballard responde: «La clase media inglesa; esas personas que en 2003 se enfrentan a un mundo que no les gusta y que, por lo tanto, se rebelan, cansados de sentirse explotados durante años». Hombres y mujeres sujetos a «esa pulsión que, empeñada en hacernos felices, nos obliga a explorar cada vez a mayor profundidad nuestras zonas más oscuras. De ahí que no me parezca mal en absoluto el aumento de los niveles de pornografía y violencia en la televisión. Es más, padres e hijos deberían sentarse a sintonizarla, todas las noches, antes de irse a dormir».

 

Ballard, profeta del aquí y ahora y de los próximos cinco minutos, afirma que el siglo XXI será el del fin de las guerras por lo que nos veremos obligados a desarrollar formas mínimas de eliminar nuestra agresividad latente. Violencia controlada, pequeños asesinatos para una cultura obsesionada por el trabajo y bombardeada por «literatura invisible» del fax e internet.

 

Ballard vive desde hace más de cuatro décadas en el mismo chalet del suburbio de Shepperton, asegura que no ha pasado la aspiradora desde 1960 –recientemente un periodista dio fe de que todo el mobiliario está cubierto  por una espesa y venerable capa de polvo– y afirma que nunca quiso mudarse porque este paisaje funciona como escenario  perfecto para su imaginación. «Y hay mucho verde y mucho silencio», agrega señalando sus marchitas plantas de interiores. Y amplía:

 

Los privilegios tradicionales de la clase media han desaparecido. Medio siglo atrás, un título universitario te garantizaba un buen trabajo y cierto estándar de vida. Eso ya no es así […] y las encuestas no hacen más que advertirnos acerca de una creciente atmósfera de descontento. El planeta entero está siendo suburbanizado. Nos acercamos a un punto de máxima presión… Y pensar que la clase media no es capaz de abrazar la violencia como forma de vida es un mito a punto de ser desmentido […] En cualquier caso lo aclaro, yo soy un novelista; lo que equivale a ser una persona poco peligrosa para el statu quo. Al menos por ahora… ¿Qué puede saber un novelista después de todo?

 

Y Ballard sonríe torcido y con cierta inconfundible satisfacción de profeta de mecedora.

 

CUATRO. Millenium People, la hasta ahora última novela del inglés James Graham Ballard, empieza con una oración que sólo puede encontrarse en la primera página de una novela de James Graham Ballard: «Por entonces tenía lugar una pequeña revolución tan pequeña y humilde que casi nadie se había dado cuenta de su existencia». Después, en seguida, se oye el sonido de estéreos de automóviles  y sirenas de ambulancias y dos casas arden al fondo y David Markham –protagonista, psicólogo con diploma y, luego de que su ex mujer Laura muriera en un atentado con bomba en Heathtrow, infiltrado de la policía en un grupo de revolucionarios de la clase media al que no demora en “comprender” –descubre que, sí, «otra fiesta en Chelsea se había salido de sus carriles».

 

Y otra vez, como siempre, el tono de Ballard a la hora de contar el cuento es similar al de un poderoso medicamento envasado al vacío, capaz de reunir en una sola pastilla las aparentemente irreconciliables propiedades de un calmante, una anfetamina y un hipnótico. La tan excitante como depresiva y zombie sensación de estar leyendo un noticiero cercano y, al mismo tiempo, transmitiendo desde otra dimensión: queda claro que los ladridos y mordidas, las bombas de humo y los cócteles molotov en botellas de un buen borgoña son ecos reconocibles pero ballardizados de las protestas antiglobalización.

 

Millenium People –otra vez con aplicaciones plateadas en su portada en su edición inglesa– puede entenderse, así, como una tercera parte de la trilogía iniciada con esas ambient-novels que fueron Noches de cocaína y Super-Cannes. De hecho, las tres ensayan variaciones de una misma aria. Pero Millenium People es, en realidad, algo mucho más interesante: si Super-Cannes era una variación de Noches de cocaína (el resort para jubilados ingleses en la Costa del Sol mutaba a enclave creativo para hombres de negocios top en la Costa Azul), entonces Millenium People –graciosa, pero sin caer en los excesos de la sátira à la Martin Amis– se muda al barrio de Chelsea Marina, junto al Támesis, para narrar el desmadre de una clase media cultivadora del miniterrorismo como hobby.

 

CINCO. Y, claro, ahí reside parte de la gracia y del genio de Ballard: la paradoja de que los argumentos de sus novelas resulten mucho más extraños que la novela en sí. Así David Markham se infiltra en Chelsea Marina como doble agente, se relaciona sentimentalmente con la activista por los derechos de los animales Kay Churchill, se inicia en la elaboración de artefactos incendiarios bajo la tutela de la «oficial científica» Vera Blackburn, participa en la destrucción de varios videoclubes bajo la influencia del pediatra destructor y «terrorista sentimental» Richard Gould, quien sueña con un mundo de antiburgueses compuesto en un futuro por los ahora infantes con problemas neurológicos que atiende en su consultorio mientras predica:

 

Estas protestas de la clase media son apenas un síntoma […] La gente está comenzando a comprender que sus vidas no tienen ninguna razón de ser, y a darse cuenta que no pueden hacer nada por cambiar eso. O casi nada.

 

Todo esto narrado con esa inconfundible y precisa y desapasionada y ballardiana voz estilo BBC que anuncia el cierre de los boletines que This is the end of the world news: el fin de las noticias del mundo, las buenas y malas nuevas de un mundo extraño. « ¿Extraño?», sigue sonriendo Ballard, «Extraños son Tony Blair y Cherie Blair. ¿Han visto gente más extraña que ellos? Mis personajes, en cambio, son de lo más normal, son personas como yo. Personas que quieren ver cómo se realizan movimientos más fuertes y que nos llevan a una genuina sociedad  sin clases; personas que desean, por encima de todas las cosas, la abolición de la monarquía. No es mucho pedir, pero juro que lo deseo de corazón».

 

Al final de Millenium People la rebelión del nuevo proletariado de la clase media fracasa porque –como bien dice uno de los testigos del mediocre alzamiento– «protestan contra sí mismos».

 

Y recuerden: un editor que hace años leyó el manuscrito inédito de Crash no vaciló a la hora de diagnosticar que «el hombre que ha escrito esto está más allá de toda ayuda psicológica».

 

En un mundo alternativo que es este mismo, pero no exactamente, Ballard ya habría agradecido el Nobel de Literatura.

 

Pero, seguro, seguiría negándose a regar las plantas o a pasar la aspiradora en su casa.

 

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