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Literatura

El cazador de paréntesis

Un relato del narrador y traductor francés Mikaël Gómez Guthart, que publicará en Dharma Books ‘Desertar’, un diálogo con Ariana Harwicz

Mikaël Gómez Guthart | viernes, 12 de febrero de 2021

© France-Travel-Info.com

A falta de haberlo frecuentado, tal como se entendería en el sentido mundano o social del término, los pocos de entre nosotros que nos lo hemos cruzado lo recordamos como un hombre reservado, aunque de aspecto delicadamente lunático. Todos guardan en la memoria, por citar sólo un ejemplo, el impermeable beige forrado de piel de oveja del cual no se despojaba nunca, por así decirlo, y que exhibía sea cual fuere la estación. Contrariamente a las elucubraciones de un puñado de periodistas de métodos cuando menos escabrosos, creo, sin por ello sentir la incontrolable necesidad de rendir cuentas o de corroborar semejante argumento, que nadie ha sabido jamás con certeza su nombre ni su nacionalidad. Sólo sus iniciales, torpemente garabateadas AL en el pie de la página de cortesía de setenta y dos cuadernos encontrados y preciadamente conservados, nos ofrecen a modo de consuelo un escaso indicio: “A.Z.”.

Entre 1976 y 1988 no resultaba extraño atisbar su silueta errante, vagabundeando, con apariencia extraviada, entre las tortuosas filas y estanterías de las librerías del Barrio Latino. El examen meticuloso de los registros de préstamos de obras de la Biblioteca Sainte-Geneviève revela que en septiembre de 1985 habría consultado y quizás incluso pedido en préstamo, el Boletín Trimestral de la Sociedad de Compositores de Música de los años 1923 y 1924, así como varios de los intimidantes tomos de la Enciclopedia Francesa de Oftalmología.

Los primeros días del verano de 1986 habría sido localizado en Montevideo, a unas veinte horas de avión de la esquina de la calle Écoles y el boulevard Saint-Michel, en las gradas de la tribuna sur del estadio Centenario, durante un partido de fútbol en el cual Hugo Gatti, el arquero de Boca Juniors apodado “El Loco” por su aspecto extravagante y sus excesos tanto dentro como fuera de la cancha, brillaba con su habitual excentricidad. En su autobiografía, cuya traducción francesa permanece inédita al día de hoy, este último menciona la presencia en los vestuarios, la noche de un partido en Uruguay, de un individuo extraño ridículamente vestido con un impermeable beige “muy probablemente forrado en piel de camello…”.

Según otras fuentes, se habría hospedado al menos en tres ocasiones, entre 1992 y 1997, en Carolina del Norte, en los condados de Alamance y New Hanover.  El patrón de Quail Ridge Books en Raleigh asegura, en las columnas del suplemento cultural del periódico Winston-Salem, que A.Z. habría consultado largamente el New York Subway Ventilation, un folleto en octavo que databa de 1915, que contenía diversos esquemas y diagramas exaltando, como su nombre lo indica, los méritos del sistema de ventilación del subterráneo neoyorquino. Incluso asegura haber conversado con él, en aquella ocasión, por las estanterías de su establecimiento y que hablaba, según este último, “un inglés casi perfecto, sin un acento claramente identificable”. Sin duda alguna, dicha ausencia no tiene nada de fortuita, ya que uno de los raros aforismos rescatados de sus archivos trata la cuestión de los acentos: “¿Qué es un acento sino la quintaesencia de la traición? ¡Deberíamos llevar a rastras delante de los tribunales a esos odiosos acentos y hacerlos condenar por alta traición y favorecimiento del enemigo!”.

A.Z. pasaba sus días y sus semanas saqueando bibliotecas, librerías, buquinistas y ventas de garaje, cual coleccionista ricamente documentado en busca de una pieza rara. No obstante, no poseía prácticamente ni un solo libro. Se contentaba, en el mejor de los casos, con hojearlos y tomar a lo sumo algunas notas en su pequeño cuaderno “cuadriculado” negro con espiral que colocaba tan subrepticiamente como le fuera posible en el forro de su impermeable, fingiendo buscar el estuche de sus anteojos o un paquete de cigarrillos, según su humor. Detengámonos por un instante en este proyecto insensato que lo hacía atravesar los océanos, garabateando y acumulando discretamente en el vellón los tesoros así extraídos. A.Z. coleccionaba los paréntesis que consideraba lo bastante bellos, misteriosos o extraños como para poder reunir el cerrado club de una antología que se las ingeniaba para aumentar año a año. Según se comentaba, aquella se elevaba a varios miles de especímenes. ¡Era un cazador de paréntesis!

***

La pasión que el cazador de paréntesis tenía por los libros parecía no conocer límite alguno, como un deseo extraño y tenaz, que mutaba invariablemente con cada cambio de época o de continente. Con toda probabilidad, ambicionaba constituir una selección, un florilegio de su preciado botín proveniente de toda suerte de obras, que van desde la literatura, incluyendo todos los géneros y horizontes hasta los ensayos filosóficos o teológicos, pasando por los tratados de astronomía, las antologías poéticas, las correspondencias, los manuales de zoología y de horticultura o incluso los relatos de viajes. Además, los complementaría con un pequeño tratado, tan ambicioso como improbable en términos de su formulación, que pretendía adjuntar como anexo a su muy curiosa compilación: Las estructuras elementales del paréntesis. Seguidamente veremos de qué se trata.

Los ladrones de libros y otros descuartizadores de mapas antiguos y de grimorios medievales, de creatividad aparentemente descabellada pero a menudo prometidos a un destino genial, son tan conocidos como temidos por libreros y bibliotecarios. Resultaría interminable enumerar los diversos procedimientos y estratagemas utilizados para engañar la vigilancia. Ciertamente, se han inventado dispositivos más o menos eficaces para contener ese flujo, ¡pero ninguno de ellos ha logrado hasta el día de hoy atrapar en el acto a un solo cazador de paréntesis!

Con el correr de los años A.Z. había logrado reunir a su alrededor lo que podría llamarse un círculo de admiradores. Esta pequeña corte estaba compuesta por cinco o seis discípulos que ambicionaban perfeccionarse en el campo en el cual él había dictado, por así decirlo, los primeros rudimentos y había logrado imponerse como soberano único y absoluto. Este último se jactaba de una cierta forma de profesionalismo y le prestaba una atención particular a cada detalle, a la elección del “lugar de intervención” al momento de su ejecución. Así, la noche previa establecía un itinerario teniendo en cuenta especialmente las previsiones meteorológicas, que aguardaba frenéticamente en la prensa. No resulta secreto alguno la correlación existente entre factores climáticos y la frecuentación de librerías. Evitaba, por lo tanto, pasar al acto los días de lluvia o de mucho frío, pues, como es bien sabido, la escasez de clientela, que a veces se reducía a la nada, contraría el anonimato y, en modo más general, las condiciones óptimas para quedar fundido en la masa. También privilegiaba, en la medida en que el empleo de su tiempo le permitía darse el gusto, los comienzos de mes, demasiado tranquilos para numerosas librerías, correspondiendo lógicamente los fines de mes a la frecuencia de hurtos más importantes.

Su ciencia culminaba la mañana siguiente en una organización precisa, cronometrada y hasta se estaría tentado de decir militar: una vez elegido el lugar donde dar el golpe, se trataba por sobre todas las cosas de no hacer una irrupción demasiado temprana. La precipitación y la caza de paréntesis no se llevan bien. Tratándose de una librería, un cliente que se abalanzara desde la apertura sería siempre un sospechoso a los ojos del personal, generalmente irascible, antes de tomar sus puestos de rutina y las pocas visitas de jubilados parlanchines en sus paseos por el vecindario. El momento ideal puede variar según las características geográficas y la sociología de la clientela que frecuenta el establecimiento, pero a menudo se da hacia el final de la mañana. Considerándolo bien, tal vez ese haya sido su mayor talento, el de realizar sus expediciones en las propias narices de comerciantes honestos que se creían avezados para detectar malhechores. Ello por desconocer los recursos y la creatividad inagotable del cazador de paréntesis.

***

El cazador de paréntesis era un solitario concienzudamente preparado, como una fiera acechando su presa, pero no obstante intrínsecamente impulsivo. En efecto, debía poder actuar de manera relajada sin preocuparse por su entorno inmediato: libreros que conversan, clientes ruidosos, etc. Finalmente, para inspirar la confianza de un librero, resultaba necesario, siempre según las prescripciones de A.Z., llevar un atuendo conveniente: camisa y pantalón impecablemente planchados, zapatos recién lustrados y barba rasurada. Otro aspecto que no debe ser descuidado, la gestión psicológica y nerviosa del evento: tener un aire lo más distendido posible, lo cual no era un asunto menor: “Ciertamente este hombre ha nacido inquieto”, he escuchado decir innumerables veces con el correr de los años a propósito del cazador de paréntesis.

Una vez estudiada la configuración y garantizadas las condiciones técnicas, podía pasar a la siguiente fase, a saber, aquella del “hojear o “de exploración según su terminología, no más de seis segundos por obra, equivalente de acuerdo a sus estimaciones al tiempo necesario y suficiente para detectar, aislar y extirpar un paréntesis digno de su atención. En otros términos, de figurar junto a sus ilustres predecesores en las páginas de su recolección. Las etapas siguientes atañen casi a un formulario administrativo, tanto por su carácter automático como por su ausencia casi total de consideración artística si no fuera, tal vez, por la lapicera utilizada para sus anotaciones. Poseía una pluma estilográfica Parker modelo Vacumatic de los años treinta, pero la mayoría de las veces utilizaba bolígrafos o lápices de grafito. Esta última etapa consistía en anotar, sin jamás llamar la atención de los clientes o del personal de la librería.

Muy a menudo A.Z. fechaba sus hallazgos, permitiéndonos trazar a posteriori sus sustracciones en orden cronológico. Es sin duda esta preocupación por la discreción, más que un simple olvido, lo que nos remite al origen de un punto misterioso, salvo que corresponda a una voluntad real de aislar estas tomas de su contexto original. Los paréntesis recolectados y clasificados jamás son referenciados, resultando imposible conocer al autor. Este protocolo tan preciso como enigmático ha conducido a algunos, en parte frustrados por su incapacidad de resolver este juego de pistas, a decretar que varias de estas perlas eran obra del cazador de paréntesis en persona, que su enfermiza modestia le habría impedido firmar, cual pintor decepcionado, indeciso que rechaza hasta la última pincelada reconocer la paternidad de uno de sus lienzos. La firma del maestro, como es comúnmente sabido, es considerada el acta de nacimiento de una obra de arte. De cualquier forma el cazador de paréntesis, consciente de la obra por la que se deslomaba en construir de cuaderno en cuaderno, no se preocupaba ni por un instante por aquellas consideraciones que él encontraba superfluas. Se lanzaba precipitadamente hacia su destino. Y, tal como lo repetía cada vez que la ocasión se lo permitía, “sin querer comandártelo, querido amigo, el destino no espera.

***

Curioso destino, ¿no es cierto?, del cazador de paréntesis con su proyecto que nada, absolutamente nada, puede superar en rareza, si no es para comprender su locura: partiendo de dicha constante, un equipo de investigadores del departamento de filología de la universidad de Lausanne se fijó como objetivo encontrar a los autores de los pasajes entre paréntesis compilados por A.Z., sin considerar jamás la hipótesis de menciones deformadas o de puras invenciones. Los resultados de estos trabajos –aún insuficientes– serán tema de un coloquio interdisciplinario a realizarse dentro de dos años en la Universidad de Oklahoma.

El acta con fecha del 2 de noviembre de 2012 de la comisión encargada de establecer el inventario del Fondo A.Z. –obra del entonces Profesor Stefano Levi Montalcini en calidad de secretario general interino de la susodicha comisión–, revela con rigor y minucia el contenido de sus archivos personales, clasificados del siguiente modo:

Caja n°1: Borradores, manuscritos y notas de trabajo. Contiene diversos cuadernos, carpetas y libretas en las cuales cohabitan poemas, aforismos y textos inacabados, entre ellos el manuscrito dactilografiado de las Estructuras elementales del paréntesis donde se encuentra, por ejemplo, esa pintoresca proposición, destacable tanto por su estilo incisivo como por la originalidad de la hipótesis planteada: “¿Acaso la arquitectura del paréntesis no consiste, en última instancia, en ceñirse a las formas de una sombra humana? ¿No nos recuerda a cada instante su presencia que tiene por sola y única misión esculpir los contornos de un rostro al cual somos incapaces de asociarle un nombre?. Finalmente encontramos notas preparatorias de un repertorio de diferentes técnicas de caza de paréntesis ornamentado con diversos planos y croquis de librerías de París, Buenos Aires y Livorno, así como sus diagramas climáticos correspondientes. Entre las notas concernientes a las diferentes técnicas de caza de paréntesis encontramos, por ejemplo, la siguiente: “El cazador amateur deja tras de sí tal abundancia de rastros que hasta un librero ciego podría sorprenderlo con las manos en la masa. El aprendizaje y el dominio perfecto de la huida son tan importantes como la sustracción de un paréntesis.

Caja n° 2: Recortes de periódicos y documentación. Contiene toda suerte de diarios, revistas y periódicos que testimonian el increíble eclecticismo del cazador de paréntesis. Los primeros ejemplares de La Nouvelle Revue Française se hallan junto con la colección completa y en perfecto estado de El Gráfico. Se encuentran allí igualmente revistas científicas como los Anales de la Oficina Central Meteorológica de Francia, un artículo del Periódico Trimestral de la Sociedad Meteorológica de Londres acerca de la forma de las nubes, así como también diversas páginas evidentemente arrancadas del Atlas Internacional de Tipos de Cielos y de un número de Undzer Fraint de Montevideo, un diario en ídish con fecha del 12 enero de 1971.

Caja n° 3: Colección “A.Z.. Corresponde a los famosos cuadernos de paréntesis, de los cuales se contabilizan exactamente tres mil noventa y seis unidades que se extienden de 1957 a 2012, repartidas en setenta y dos cuadernos. A.Z. muy rara vez consignaba los lugares donde sus sustracciones habían sido cometidas. Encontramos paréntesis de todos los tipos de formatos y estilos y que podrían ser clasificados en tres subcategorías. Primeramente está, y se trata de la mayoría de ellas, la familia de paréntesis que, una vez extraído de su contexto original, son como un tigre enjaulado, a quien se ha arrancado de su jungla natal y luego se ha depositado en un zoológico decrépito: en una palabra, ininteligibles. Seguidamente encontramos otro tipo de paréntesis, cuya vocación primera parece ser considerada como una entidad perfectamente autónoma. Para terminar, una tercera categoría más rara aún, no por ello menos importante, reúne los paréntesis que hablan de paréntesis –paréntesis egocéntricos, bien podríamos llamarlos.

El septuagésimo segundo cuaderno, apenas comenzado, se termina bruscamente con una muestra no fechada, concluyendo así la efímera existencia del cazador de paréntesis:

(La lejanía como un largo viento ha de flagelar su camino).

Traducción del francés de Débora Babiszenko

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