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Literatura

El arroyo

Un relato del escritor, traductor y fotógrafo mexicano Roberto Bernal, ambientado en el pueblo guerrerense de Villa Madero

Roberto Bernal | miércoles, 26 de mayo de 2021

Fotografía: © Roberto Bernal

Para  Karla

De madrugada, la noche es azul en Villa Madero. Basilio Baza intenta ver la cara de Graciano. De ella alcanza a ver lo blanco de los ojos. Hace rato que están en silencio. Primero pararon las guitarras. Después no hubo de qué hablar. Ahora la convivencia se centra en la botella. Basilio Baza bebió un trago y miró la corriente del arroyo. El agua parece inmóvil, le falta fuerza: es abril y Basilio Baza no recuerda la última vez que llovió en Villa Madero.

Ya va haciéndose de madrugada dijo, y pasó la botella.

Graciano dijo sí con la cabeza, pero Basilio Baza no lo vio.

¿Cómo se siente, Graciano?

¿Cómo ha de ser, Basilio? Borracho. La corriente del arroyo, no sé por qué, me pone mal.

La voz de Graciano le sonó distinta. A mezcal.

Siento las manos engarrotadas, Graciano.

Ha de ser por tocar tanto tiempo la guitarra.

O por el frío. ¿No siente usted frío?

Algo. En las orejas nada más.

Basilio Baza intentó verse las manos. Estaban negras.

Yo creo que es por el frío dijo.

Tómese un trago. Uno grande. Tiene frío porque todavía no está borracho.

Basilio Baza sonrió y a Graciano le pareció que era la noche quien reía porque no pudo ver su boca.

La botella brilló frente a la cara de Basilio Baza y la tomó con ambas manos. El líquido le quemó la garganta, después todo el cuerpo. La mañana comenzó a clarear detrás de la ceiba. Una maraña de árboles que parecían sombras. Los primeros rayos del sol desentumecieron los ojos de Basilio Baza. Aturdido, le pareció que la voz de Graciano venía desde lejos:

Basilio, ¿quién le pizca la milpa?

Lo miró. La cara de Graciano ardía como la madrugada.

El hijo del güero Canchano contestó. Nadie más; es caro el peón hoy en día, Graciano.

Graciano dijo sí y rasgó la guitarra. Puso la cara, el oído, en ella. Como si algo le fuera a comunicar. En realidad tenía sueño, y los dedos entre las cuerdas se iban muy despacio.

¿Se está usted durmiendo, Graciano?

Es el mezcal y el arroyo, Basilio. Le juro que el mundo me da vueltas.

Amanecía y las nubes brillaban sobre el agua del arroyo. Los ruidos de la noche se fueron. A Basilio Baza lo sofocó el mezcal, su aliento, el olor a tierra húmeda. Tuvo la sensación de vomitar.

Más arriba, una sombra cruzó y se movió entre las piedras.

Alguien viene por allá arriba, Graciano.

Graciano se volvió y siguió con la mirada la línea del arroyo. Lo vio: un hombre que, detenido, saludaba con la mano; después lo vieron sortear algunas piedras y caminar despacio por la orilla del arroyo.

¿Lo conoce, Graciano?

Es Gabriel; de Tlalchapa. Ha de andar escondiéndose entre los cerros.

¿Qué cosa debe?

De deber no debe nada. Mató a alguien en Altamirano.

Gabriel traía las manos dentro del pantalón. Su guayabera debió ser blanca. Ahora era del mismo color de la tierra. Desprendía un olor penetrante, a cualquier cosa del monte menos a sudor. Veinte años a lo más; muy joven para mirar con tanto desprecio. Los miró de arriba abajo antes de saludar.

¿Qué hay? dijo.

Nada dijo Graciano. Echando trago.

Gabriel miró la botella.

¿Todavía queda algo? preguntó.

Claro que sí; arrímate.

Gabriel se puso en cuclillas frente a ellos. Basilio Baza lo observó beber de un trago el resto de la botella. También vio la pistola enfundada en la cintura.

Gabriel señaló las guitarras.

¿A poco saben tocarlas? preguntó.

Basilio Baza miró su guitarra. Le dio la impresión que era la primera vez que la tenía en sus manos, y tuvo ganas de tocarla: pensó no sabía por qué que al hacerlo prolongaría su propia vida.

Sólo borrachos tenemos el valor de faltarles al respeto respondió.

Gabriel peló los dientes y soltó una carcajada. A Graciano se le iban y venían los colores del rostro. Basilio Baza no sabía si por miedo o por el mezcal. A lo mejor eran ambas cosas.

Gabriel se puso serio.

¿Qué saben tocar? dijo.

Poca cosa, Gabriel dijo Graciano. Somos aficionados.

Algo han de tocar.

Te digo que poca cosa repitió Graciano.

Gabriel puso los ojos en los cerros que aparecían al sur, dirección a Tlalchapa.

Hace semanas que no estoy por mi pueblo dijo. Ni modo que esas guitarras no me hagan el favor de recodar un poquito de allá.

Pero no encontró respuesta. Al cabo de un rato, Basilio Baza dijo:

¿Como qué te gustaría escuchar?

Gabriel se volvió. Se miraron de frente. Basilio Baza pensó que era un rostro serio, salvo los ojos. Burlones.

―“El quelite” dijo. ¿Saben tocar esa?

A Graciano y a Basilio Baza les dio congoja cuando se miraron y negaron con la cabeza. No conocían la canción.

No dijo Graciano. Su voz era grave. Pero ahorita te tocamos otra.

Quiero esa. El quelite” dijo Gabriel, y no parecía impaciente, sólo obstinado.

Te digo que no la sabemos repitió Graciano. Podemos tocar otra, la que tú quieras.

Gabriel habló despacio y tranquilo. Apenas movió la boca.

¿No la van a tocar? dijo. A Basilio Baza le pareció que era cosa de broma el tono de las palabras.

Entiéndelo, Gabriel: no podemos tocar una canción que ni siquiera conocemos dijo Graciano. Tenía quebrada la voz.

Gabriel siguió calmado e indiferente. Demasiado calmado e indiferente para hacer daño a alguien, pensó Basilio Baza. Gabriel los miró.

¿La van a tocar o no? dijo.

¡Guache pendejo! gritó Graciano.

Corrió. Se fue corriente abajo, tambaleándose. Los pies se le hundían en el agua y en el lodo. Basilio Baza pensó que lo iba a lograr, que alcanzaría la ceiba y se perdería en el monte. Oyó uno y después otro fogonazo cerca de su oído. Graciano se detuvo y se llevó la mano a la nuca y se talló con violencia. Daba la impresión que se rascaba. Pero caminó otra vez, cada vez más despacio. Cayó de nalgas en el arroyo. Con la mano en la nuca, lloró y miró a Gabriel y gritó:

¡Tu puta madre! ¡Tu puta madre!

Sonó otro fogonazo y la bala entró por la boca y despedazó los dientes. Parecía que cantaba, salvo que le faltaba voz. Y así murió, con la boca abierta.

Tú también le vas a cantar a tu madre.

Basilio Baza sintió el calor de la pistola en la oreja. Cerró los ojos.

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