12/06/2025
Literatura
Fin y principio de ‘Leteo’
En el poemario más reciente de Davo Valdés de la Campa, escribe Rafael Guilhem, “silencio y palabra están íntimamente ligados”
Davo Valdés de la Campa. Cortesía de Semilla Dinamita
El olvido ¿es fin o principio? El lenguaje, el lenguaje poético propiamente, ¿inicia o termina con el olvido? El olvido ¿es palabra última o primera? La figura de Leteo, ese río que, como todo río, conduce a un destino, no lleva sino a la disolución. Acaso es la ecuación de Heráclito orillada a un lugar remoto. ¿Qué nos dice el río de las palabras? Que son mudanza, que no están para siempre, que no van de la a a la z.
En Leteo, de Davo Valdés de la Campa, las palabras pueden revertir el olvido, ir a contracorriente, pero, sobre todo y más importante, el olvido tiene la facultad de revertir las palabras: ya decía María Zambrano que la belleza hace el vacío, y ese vacío, que también es producto del olvido, es el origen de la poesía. Porque es una mentira que la poesía fija lo fugitivo, acaso lo acaricia, y cuando es una muestra elevada se fuga con lo fugitivo. Leemos para olvidar, sería un buen axioma de Leteo. Así como Ernestina, su abuela, se pregunta por lo más familiar, Valdés se pregunta por sus propias palabras, las cercanas, las que creía afianzadas; se pregunta por las palabras no conclusivas, no definitivas, apenas un murmullo permanente de navegación río abajo.
Ésa es, creo, la primera virtud de Leteo: la autonomía de su ritmo, el sosiego que impone al lector, la forma en que divide el tiempo entre vida y muerte, entre el transcurso cotidiano y las preguntas sin respuesta impresas, pero no por ello adheridas, en la hoja de papel; el ritmo de Leteo es de una delicadeza que va a paso lento y avejentado, novel y experimentado a un tiempo, tiempo mismo que fluye, marcha y olvida.
Si algo me sabe a nada, en la poca poesía mexicana que he leído recientemente, es su fraseo preconcebido, su ornamento que no discierne entre la palabra ya escuchada y la escucha provocada por una palabra. Si algo, en cambio, me cautivó de Leteo es, primero, ese descubrimiento que surge de la escritura. No antes o después sino en el mismo instante: se escribe para ver y para saber; a veces también para olvidar. En segundo lugar, me conmueve la forma en que los descubrimientos del poema van en contra de su autor. Decía John Keats que el poeta es la única persona en el mundo sin identidad, alguien que busca escapar de sí, hacerse transparente ante la realidad. Es ésta, me parece, la concepción más fecunda y noble con que puede cargar un poeta, incluso cuando, como es el caso, el universo invocado recoge una experiencia tan personal. Es verdad, Leteo empieza en el yo, pero no acaba ahí, recorre el cauce del río buscando una orilla de difícil vislumbre, avanza, se ramifica y deriva en un puñado de afluentes insondables.
Davo Valdés se decanta por la imagen sobre la metáfora: observa sin escamotear la realidad, describe al grado de convertir lo tangible en palabra y así percibir cómo se escapa entre sus manos. Si podemos decir, con Luis Cernuda, que “la forma es coincidencia de materia e idea”, la poética de Leteo converge matemáticamente con su poesía: el olvido y la palabra, una vez más, se encuentran y se hunden en las mismas aguas. Un fragmento del poema 38 del libro es contenido y continente, casi el centro diría yo, de lo dicho hasta aquí:
Mi abuela habla otra lengua. Lo descubrí hace poco.
Una forma de lenguaje inaccesible para nosotros.
Es una gramática simple y llana desde el olvido.
Al perder el recuerdo de las
cosas, se aprende un idioma
nuevo:
uno que halla en la tristeza del silencio
lo fundamental:
la casa de la infancia, el cuerpo amado.
Mi abuela escribe el poema perfecto con sólo las palabras esenciales.
En su lenguaje olvidó lo que estorba y distrae,
se quedó con el balbuceo eterno
de quien en el inmenso océano del lenguaje
encuentra el espacio silencioso, la precisión,
los vocablos significativos, una voz que lo dice
todo,
que se sostiene todavía de cara al olvido,
todavía en la frontera de la locura,
en los huecos y las lagunas de los recuerdos,
anegada en ella misma, una voz que naufraga en una balsa
que no navega más.
Mi abuela es ahora dueña de un lenguaje secreto:
posee lo necesario para abrir la puerta de la muerte,
del otro lado del río.
En Leteo silencio y palabra están íntimamente ligados. ¿Es verdad, como afirma Valdés de la Campa en otro momento, que “El lenguaje no alcanza para dibujar la verdad de la vida”? No lo sé, pero sin el lenguaje, así como un faro que intenta en vano iluminar la circunferencia de un mar nocturno, no dimensionaríamos todo lo no dicho y todo lo que, en efecto, no es posible trazar con vocablos. Lejos de ser una pérdida, lo que nos dice esta imposibilidad es que la poesía escribe la ausencia. Cada palabra en poesía es, ya lo decantaba Juan L. Ortiz, una orilla que se abisma.
Es cierto, las palabras de Ernestina desdicen algo, deshilan la madeja unitaria del lenguaje que es también una certeza de vida, pero en esa desnudez del lenguaje dicen otra cosa: una gramática secreta, como bien apunta el autor, y que él no busca devolver al orden, a tierra firme, sino más bien preservar en esa bella opacidad que es el río del olvido. El lenguaje del poeta es un puente tendido a este nuevo espacio de comprensión en que, quizás, él y Ernestina se comunican, y nosotros, un paso fuera, entrevemos como se entrevé cualquier intimidad.
No sugiero que en esta situación todo es consuelo, tan sólo quiero señalar cómo Davo Valdés no desiste de la belleza aun en una experiencia de aflicción. Su forma, sin más, retomando a José Ángel Valente, no se sirve del lenguaje, antes bien le sirve a éste, deja que la palabra hable a través de sí: una palabra que, dicho sea de paso, es la palabra de Ernestina lo mismo que la de su nieto, una fusión a medio viaje entre decir y callar, entre olvidar y recordar.
En una entrevista sobre su libro Debe ser un malentendido, Coral Bracho cuenta que, para su madre, el Alzheimer fue la “enfermedad de las palabras”. Es un modo de ver las cosas, de acercar la poesía a esferas insospechadas. Los vínculos entre desmemoria y poesía, sin pretender aligerar el padecimiento, son múltiples. Noten en Leteo, por ejemplo, la precisión de estos versos:
Las palabras no tienen el mismo significado para ella.
Por eso pide servilletas calientes para acompañar el caldo
y llama lumbre fría a la luz que emiten los focos.
Esta crudeza devuelta a las palabras, los vaivenes de significados y significantes, además de esta especie de exilio involuntario que remueve toda coordenada, misma figura que durante siglos ha alimentado la vocación poética –es decir, ese estar y no estar, ese afuera y adentro hechos uno–, nos invita a dibujar puntos en común. Me conmueve pensar que Leteo no es un acto de escritura sino un estado de comunión entre vocabularios contingentes, hondos y de infinito amor; de desconocimiento y reconocimiento, un refugio que, como todo poema, es más búsqueda que hallazgo. Ese esfuerzo, esa persistencia de Davo Valdés por entender, por alcanzar cierta concisión respecto a Ernestina, aun en el dolor, es de una belleza que, como reza uno de los versos últimos, “se aferra hasta más allá de la vida”.