Dennis Hopper e Isabella Rossellini en ‘Terciopelo azul’ (1986), de David Lynch
Through the darkness of future past
The magician longs to see
One chants out between two worlds…
Fire walk with me
[Por la oscuridad del futuro pasado
El mago anhela ver
Uno canta entre dos mundos…
Fuego, camina conmigo]
Compuesto a partir de su apellido, David Lynch inspiró un adjetivo en el mundo del arte. ¿Puede decirse algo más contundente sobre su legado? Quizá sólo podría agregarse que tan valiosa como su obra resulta su particular manera de crearla, convertida en una filosofía que llamaba “la vida del arte” y que describía como “un vida vivida trabajando”.
A través de la meditación trascendental, Lynch “pescaba” ideas. Había que ir cada vez más profundo para atrapar peces más grandes. “Yo busco un tipo de pez que es importante para mí, uno que pueda traducirse al cine. Pero hay todo tipo de peces nadando ahí abajo”. En este ciclo constante de vivir para crear, y de meditar para obtener las ideas que devendrán arte, David Lynch puso en práctica una poiesis de la vida y del cine: cada una indivisible e inseparable de la otra.
La creación como medio para afirmar la vida es la propuesta del pensador de la creación por excelencia, Friedrich Nietzsche. Me atrevo a decir que Lynch no era un lector ávido de filosofía europea, su mirada siempre se dirigió hacia el este. Pero no creo que exista otro artista de nuestra época que posea una sensibilidad tan cercana y que encarne mejor la filosofía nietzscheana. Al menos por estas tres razones:

Sheryl Lee como Laura Palmer en en Twin Peaks (1990-92), de David Lynch
Lo absurdo de nuestros tiempos (Lynch, maestro de la sospecha)
Desde sus primeros textos Nietzsche puso en cuestión los valores de la sociedad europea de finales de siglo XIX, del racionalismo de la academia a los consumidores acríticos de espectáculos y noticias. Su perspectiva chocaba con el positivismo categórico que distinguía a su época, la rigidez del imperio de la ciencia y la fascinación de los individuos por la acumulación de posesiones. Esta postura constituía un aviso sobre la constante extracción de plusvalía, que bien puede aplicarse a la actualidad. Nietzsche hacía un llamado a vivir intensamente y rechazar la prohibición de la aventura –non plus ultra– de la vida moderna (la vitalidad nula de navegar en redes en comparación con la aventura de la navegación en alta mar, por citar un ejemplo vigente).
La mirada de David Lynch revela lo siniestro y lo absurdo de la sociedad de finales del siglo pasado e inicios de éste. Su aproximación, en apariencia poco politizada, afirma lo esperanzadora que puede ser la acción misma de agitar el presente para transformarlo en arte. Un arte que, además, encuentra su salida en el medio mismo que ha jugado un rol fundamental en la construcción de la sociedad moderna: el audiovisual, específicamente el cine y la televisión.
Nietzsche y Lynch no sólo denuncian la falta de vitalidad de su época, luchan también en su contra relacionando la existencia con la sensibilidad y no con la moralidad. El mal y la oscuridad están ahí, pero coexisten con la luz.
Mucho antes que Tony Soprano, Laura Palmer sentó las bases de una nueva televisión, inaugurando la relación hoy en día incuestionable entre la pantalla chica y las posibilidades estéticas y narrativas del cine. Twin Peaks (1990, 1991-92 y 2017) –quizá su trabajo más icónico– es una advertencia de los deseos que operan en las dinámicas televisivas. Se trata de una reflexión tautológica de las convenciones del medio y sus implicaciones artísticas y existenciales, desde la relación del fuego y la electricidad hasta las diferentes dimensiones que coexisten en un mismo espacio material.
Nietzsche y Lynch no sólo denuncian la falta de vitalidad de su época, luchan también en su contra relacionando la existencia con la sensibilidad y no con la moralidad. El mal y la oscuridad están ahí, pero coexisten con la luz. “Haber ganado no nos hace mejores” fue la impopular opinión de un Nietzsche apátrida sobre la guerra francoprusiana. En el octavo capítulo de la tercera temporada de Twin Peaks, Lynch se refiere a la prueba nuclear Trinity –la primera explosión de una bomba atómica en la Historia– como un evento que abre un portal hacia el mal del mundo, dilucidando misterios de la trama (y, obviamente, levantando nuevas preguntas).
En las obras de Lynch muchas cosas suceden demasiado pronto o demasiado tarde: “El tiempo actual no es mi tiempo”, parece decir. “¿Qué año es éste?”, suelta Cooper en el último capítulo de la temporada final de la serie. El personaje ha sido sacado de su época –25 años atrás– y ahora está en un mundo que no reconoce. El Twin Peaks de los noventa nunca volverá, así como el mundo nunca volverá a ser el mismo sin Lynch. Acaso esta escena es también una despedida que se inserta en la genealogía autopoética de sus creaciones.

Kyle MacLachlan como Jeffrey Beaumont en Terciopelo azul (1986), de David Lynch
Lo musical y lo monstruoso (Lynch, adorador de Dionisio)
Desde la dulzura de un pay de cereza hasta el horror de una oreja siendo devorada por hormigas, el trabajo de Lynch constituye una afirmación de la vida a través de lo sensible, con todo su dolor y su turbiedad. Esta afirmación permite el cruce de un umbral del lenguaje hacia el espíritu dionisiaco de la creación: espiritual, desbordante y desgarrador. En esta visión del mundo el cuerpo, la embriaguez y la música movilizan los afectos y acciones de los personajes. “Yo solo creería en un Dios que supiera bailar”, dijo Nietzsche. En el universo lynchiano ese Dios celebra las fuerzas de la creación y la destrucción puestas en tensión y baila al ritmo de Karen O, Trent Reznor, Cocteau Twins y, por supuesto, Angelo Badalamenti.
La muerte de ese Dios, que Nietzsche denuncia famosamente, también es perceptible en la obra de Lynch. Se podría decir que la llamada telefónica del Mystery Man en Por el lado oscuro del camino (Lost Highway, 1997); la voz de Rebekah del Río en Sueños, misterios y secretos (Mulholland Drive, 2001), que sigue sonando aun cuando su cuerpo ha caído al suelo, o cada vez que Bob aparece en la casa de Laura Palmer son recordatorios violentos de esta realidad: estamos solos con nuestra propia existencia.
Así como el alemán invita a abandonar la filosofía como un escaparate utópico, el arte de Lynch enseña a celebrar la existencia sólo por el hecho de que ésta es la vida (y no lo es el “más-allá” o el “no-lugar”).
Así como el alemán invita a abandonar la filosofía como un escaparate utópico, el arte de Lynch enseña a celebrar la existencia sólo por el hecho de que ésta es la vida (y no lo es el “más-allá” o el “no-lugar”). Gracias a ella podemos apreciar la violencia y la belleza de un pájaro que come un gusano o del cuerpo de una mujer envuelto en bolsas de basura.
Lo dionisiaco implica volcar los afectos hacia el éxtasis de la naturaleza, hacia una corporalidad en movimiento; implica un devenir monstruoso como fuerza opositora a la estética apolínea del balance y la armonía, relacionada más con el sentido de la vista que con las pasiones de lo háptico. Nietzsche asegura que las artes dionisíacas son un “fenómeno monstruoso”, algo evidente en el trabajo del cineasta estadounidense: el bebé de Cabeza de borrador (Eraserhead, 1977), el protagonista de El hombre elefante, The Bum en Por el lado oscuro… y The Arm en Twin Peaks son sólo algunas de las experiencias de otredad monstruosa que Lynch incorpora en sus personajes.
El devenir monstruo da sentido a una vida que encarna la poiesis constante, huir del llamado conservador que invita a seguir siendo quienes ya somos. Se trata, hasta cierto punto, de una tendencia espiritual como lo es en el fondo (y sobre todo en la forma) toda la obra de David Lynch.

Laura Harring y Naomi Watts en ‘Sueños, misterios y secretos’ (2001), de David Lynch
La repetición (Lynch, demonio mensajero)
La repetición es un elemento distintivo de la obra de Lynch. No sólo en sus decisiones de reparto y músicos o en “el regreso” de una serie tras una pausa de 25 años (“It is happening again!”), sino también como un elemento fundamental de su narrativa. Desde Por el lado oscuro…, donde la historia se presenta de manera cíclica, à la uróboros, hasta los personajes “dobles” de Betty y Diane (Sueños, misterios y secretos), Laura Palmer y su prima Maddy o Dougie y Mr. C (Twin Peaks), su obra está llena de repeticiones, retornos y ritornellos. Afirmar la vida es desear vivirla mil veces, tal como el demonio de La ciencia jovial lo enuncia en un pasaje que bien podría ser retratado y musicalizado lynchianamente:
¿Qué pasaría si un día o una noche un demonio se deslizara furtivo en tu más solitaria soledad y te dijera: “Esta vida, tal como la vives ahora y tal como la has vivido, la tendrás que vivir una vez más e incontables veces más; y no habrá nada nuevo en ella, sino que cada dolor, cada placer, cada pensamiento, suspiro y todo lo indeciblemente pequeño y grande de tu vida tendrá que retornar a ti y todo en la misma serie y en la misma sucesión […] El eterno reloj de la arena de la existencia será girado siempre de nuevo– y tú con él, mota de polvo del polvo” […] ¿Cómo tendrías que quererte a ti y a la vida para no pretender nada más que esta confirmación última, que este último sello?
Se puede regresar al mismo lugar, pero algo siempre habrá cambiado. El eterno retorno como una espiral ascendente, un ciclo interminable donde una vida vivida de manera intensa y creativa es la única respuesta ante la amenaza de lo mismo.
El Übermensch nietzscheano acepta el dolor junto a la belleza de la vida, y así la afirma: “la viviría incontables veces más”. La creación y la repetición son dos caras de la misma moneda: recrear y representar. Así como Giorgio Agamben comenta sobre la obra de Guy Debord “la repetición nunca es el regreso de lo idéntico”, el retorno representa una nueva oportunidad, un reterritorialización, y esto dota a la repetición de posibilidad. Un personaje tan encantador como Dale Cooper puede volver como el inerte Dougie o Laura Palmer como Carrie Page. Se puede regresar al mismo lugar, pero algo siempre habrá cambiado. El eterno retorno como una espiral ascendente, un ciclo interminable donde una vida vivida de manera intensa y creativa es la única respuesta ante la amenaza de lo mismo.
Con más de un siglo de separación, Friedrich Nietzsche y David Lynch honraron el acto creativo como motor de vida. La consigna quizá sea buscar un camino, perseguir la aventura, seguir la impronta dionisiaca del llamado de la naturaleza y luego irnos, cuando sea el momento, con los árboles y con el fuego.