16 de agosto de 2017

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Papel de necios

Puro Culiacán

«Destino alguna vez de mineros zacatecanos; punto de partida hacia la Cíbola. Lindo lindero de Mesoamérica», dice Jorge Pedro Uribe en esta crónica sobre la ciudad del noroeste de México, la más grande del estado de Sinaloa

Jorge Pedro Uribe Llamas | lunes, 5 de noviembre de 2018

De niño un señor solía tocarle la guitarra antes de entrar a trabajar en la cantina de enfrente. Ya desde entonces Nelson se fijaba en las pisadas, el rasgueo, los requintos. Así nació su amor por el instrumento, en la mera puerta de su casa. La calle aún no estaba pavimentada, de modo que le propuso regarle la entrada a un vecino a cambio de 10 pesos diarios. De esta forma pudo comprarse su primera guitarra. Transcurrido un tiempo el músico acabó por obsequiarle una Tres Pinos, con la que continuó aprendiendo de puro oído; a la fecha la conserva como un tesoro. Más o menos a los 11 compuso una pieza que se dedicó a perfeccionar durante la adolescencia. Poco a poco fue ganándose la admiración de compañeros y maestros al grado de llegar a participar en certámenes estatales. En la actualidad nuestro amigo toca la guitarra los sábados en un restaurante culiacanense, afición que compagina con su trabajo en el Ayuntamiento: director general de los cronistas, el más joven que ha tenido el Instituto. Al relatarnos su historia, Nelson, de 30, cae en la cuenta de que su mentor ya debe de haber muerto.

Gracias a él subimos de peso, y gracias. En la taquería Durango (pellizcadas, vampiros, embarazadas, planchadas y codornices, todo a 45), Los Arcos (por supuesto Tacos Gobernador, y antes una mariscada de pulpo, callo de hacha y camarones) y El Guayabo (copioso ceviche, y pollo frito con papas, un clásico de este negocio abierto en 1953, y en donde también sirven tepache embotellado). Además al despedirnos nos obsequia siete kilos de libros sobre la historia del estado. No son los únicos, también Gilberto López Alanís y Juan Salvador Avilés, sendos cronistas de Culiacán y Mocorito, gente seria, nos alegran con maravillas por el estilo. Con el segundo nos dirigimos a Pericos, a 40 minutos en carretera, para probar las mestizas, sabrosos panes de dos harinas rellenos de piloncillo, y recorrer el cautivador museo. De camino charlamos acerca del funcionamiento de los cárteles, sin emitir juicios, es un fenómeno que conviene estudiar con suficiente conocimiento de causa. ¿Será verdad lo que dice Roberto Saviano, que la cocaína gobierna el mundo? El paisaje serrano al pasar por Badiraguato se muestra extraordinario, por decir lo menos. Pericos es una limpia y mínima comunidad que por fortuna conserva su arquitectura añosa, los apellidos Peiro y Retes, los frescos árboles de la plaza. Un señor nos enseña su casa del XIX; un grupo de mujeres bromean airosas, abanico en mano. Duelen los cachetes de tanto sonreír.

Volvemos a México, y enseguida añoramos la antigua villa de San Miguel de Culiacán, establecida en 1531, igual que Puebla, antes de que hubiera virreyes y culto guadalupano. Acá leemos de Isabel de Tobar y Guzmán («una Señora de tan raras partes, singular entendimiento, grados de honestidad y aventajada hermosura», la describe Bernardo de Balbuena), buscamos videos a propósito del juego del ulama, oímos versiones de la portentosa «El Niño Perdido». Repasamos el catálogo del magnífico Museo de Arte de Sinaloa, casi de la misma edad que Nelson. Meditamos sobre la transformación de los nahuas en aztecas a partir del nacimiento del culto a Huitzilopochtli justo en ese valle de maíz, peces y frutas: Eustaquio Buelna aventura en la década de los 1880 que Aztlán o Atlatlan se ubicó en la Atlántida, en el Atlántico, y que de allá arribaron los aztecas para fundar Atlanta y más tarde Altata. Ya no nos quedan los pantalones, y los botones se nos abren solos cada que platicamos animosos de la contribución local de Félix Candela, las inmigraciones internacionales, el jardín botánico… Cómo anhelamos sentarnos de nuevo en una banca de la Plazuela Álvaro Obregón, e imaginar la vida de antaño de la mano de cierto tomo de Herberto Sinagawa; viendo pasar las cuatrimotos Rzr. Capaz que después asistir a un juego de beisbol. O almorzar en La Limita, chilorio y tamalito de elote. Reparar en las pisadas, rasgueos y requintos de esa capital musical y bien húmeda. De apellidos vascos y ríos. Con mercado elegante, y otro negro. De Inés Arredondo y Javier Valdez. «Ahí, en los remotos confines destas Indias Occidentales, a la parte de su Poniente», según la Grandeza mexicana (1604). Destino alguna vez de mineros zacatecanos; punto de partida hacia la Cíbola. Lindo lindero de Mesoamérica.

 

Lunes 5 de noviembre de 2018

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