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Pensamiento

Cuando la realidad sale de la pantalla

En este ensayo Alejandro Badillo revisa el modo en que lo real se impone traumáticamente en un entorno de simulación mediática

Alejandro Badillo | lunes, 7 de marzo de 2022

Inundación en Davenport, Estados Unidos, en 2017. Fotografía de Kelly Sikkema en Unsplash

En julio del año pasado varias regiones de Alemania, Bélgica y países cercanos fueron devastadas por fuertes inundaciones. Las escenas de autos y casas arrastrados por la corriente fueron protagonistas de los noticiarios alrededor del mundo. Por supuesto, estos fenómenos –por desgracia cada vez más frecuentes– tienen un estrecho vínculo con la crisis climática que se acelera año tras año. La cadena de televisión alemana Deutsche Welle recabó testimonios de personas que habían perdido casi todo y que sobrevivieron de milagro, esperando en los techos de sus casas. Desconsolados, no podían explicar la tragedia que había ocurrido en pocas horas. Entre las declaraciones hubo una que llamó la atención y que pronto se hizo viral en las redes: “No esperas que gente muera en una inundación en Alemania. Te lo esperas, tal vez, en países pobres, pero aquí no”. La frase, dicha por una mujer, provocó innumerables críticas que condenaron su insensibilidad. Mucha de la gente indignada, seguramente, ha sido testigo de tragedias similares porque vive en países sin la infraestructura ni los recursos que tiene cualquier nación desarrollada.

Alemania, como otros países europeos, está en la mira del cambio climático. Curiosamente, lidera en Europa las emisiones de CO2 por el uso intensivo del carbón. Conforme la crisis avance, habrá desastres naturales en lugares que, habitualmente, permanecen al margen. Es interesante reflexionar, más allá de esta realidad palpable, las implicaciones de la frase de la mujer alemana. La sinceridad de su dicho –su incredulidad– me hizo recordar varios pasajes del libro Bienvenidos al desierto de lo real (2002) de Slavoj Žižek. Partiendo de los atentados del 11 de septiembre de 2001, el filósofo esloveno explica que, por primera vez, los estadounidenses pudieron comprobar en carne propia lo que habían visto tantas veces en películas. Ya sea en países extranjeros o en su territorio, el cine ha mostrado, constantemente, un apocalipsis que, de tanto ocurrir, se ha vuelto casi inocuo, un espectáculo con las dosis necesarias de adrenalina para mantener la vista en la pantalla. Siguiendo el razonamiento de Žižek, la mujer alemana pudo participar, al fin, de lo que él llama “el núcleo duro de lo Real”, es decir, el encuentro sin intermediarios con un escenario que, habitualmente, se materializa sólo como una escenografía en las pantallas globales.

Con la llegada del siglo XXI ha sido cada vez más difícil distinguir lo real de su imitación. Anunciada desde la década de los setenta en libros como Cultura y simulacro de Jean Baudrillard, la simulación conquista cada vez más espacios en nuestras vidas. Se simulan relaciones humanas en las redes sociales, se simula el sexo en ámbitos virtuales y se simula en los alimentos y productos que consumimos todos los días. Consumimos representaciones de las cosas. En el caso de actos terroristas como el del 11-S, las inundaciones en Alemania o los incendios en Canadá –también ocurridos el año pasado y que convirtieron a pueblos enteros en cenizas–, quizás muchos tuvieron la sensación de estar ante un performance o el anuncio de una nueva película.

Acostumbrados a interactuar con meros simulacros de una realidad cada vez más lejana, sólo les queda la incredulidad. Eso lo vivieron, por ejemplo, los asistentes al estreno de Batman: El caballero de la noche asciende. El 20 de julio de 2012, en el condado de Aurora en Colorado, James Eagan Holmes –estudiante de posgrado– entró a un complejo cinematográfico con el cabello teñido de rojo y con diferentes armas de fuego. Muchos asistentes a la película no se alarmaron, pues pensaron que la irrupción formaba parte del estreno. Sólo entendieron lo que estaba ocurriendo con los primeros disparos que acabaron con la vida de 12 personas. La llamada Masacre de Aurora fue un espectáculo que salió de la pantalla para romper el límite que mantiene la ficción bajo resguardo. Quizás, más allá del diagnóstico psiquiátrico del asesino y siguiendo los argumentos de Žižek, el aislamiento de Holmes después de abandonar la universidad potenció el macabro ambiente de irrealidad en el que vivía y, la única salida, fue un “retorno a lo Real”, una intrusión extrema para tocar aquello que permanece como una entelequia.

Si las fantasías que nos vende el mercado se desarrollan cada vez más en entornos virtuales, quizás en un futuro no muy lejano la nueva moda será romper el límite de la ficción y experimentar la realidad en carne propia. En Westworld, la serie de ciencia ficción distópica estrenada en 2016, los visitantes de un parque temático inspirado en el salvaje oeste interactúan con androides que –como los famosos “replicantes” imaginados por Philip K. Dick– adquieren cada vez más conciencia de quiénes son y de la simulación de la que forman parte. ¿Quiénes están más despiertos, los androides que, incluso, tienen sueños premonitorios y se acercan, cada vez más, a tener sentimientos verdaderos o los visitantes que los someten a las más diversas vejaciones en busca de una “realidad” que, quizás, no tienen en su vida cotidiana?

La incredulidad de la mujer alemana muestra que muchos aún no toleran la intrusión de una realidad que, día a día, se abre paso en nuestras vidas sometidas a innumerables estímulos que pretenden adormecernos. Los sectores privilegiados viven en un simulacro constante, se mueven en una cotidianidad despolitizada en la que es suficiente hacer una donación a una ONG o pagar un poco más en un restaurante o cafetería de alguna multinacional para que la realidad siga siendo apacible y con todas las características de una mercancía. Cambiar el mundo está a un clic de distancia de la misma forma en que pedimos un producto en Amazon. Por el contrario, el Sur Global está en contacto permanente con la realidad y, muchas veces, sus tragedias sirven como espectáculo a los espectadores de los países ricos.

En 2012 –justamente el mismo año de la Masacre de Aurora– se estrenó la película Lo imposible, protagonizada por Naomi Watts y Ewan McGregor. Vendida con la etiqueta de “basada en un hecho real”, cuenta la historia de una familia española que sobrevivió al tsunami que arrasó Tailandia –entre otros países– en 2004. El melodrama es problemático porque los tailandeses sólo sirven de escenografía al drama de la familia. Como un parque temático que pronto sucumbe al caos, los protagonistas deben superar una serie de pruebas para regresar a casa. En un segundo plano, por supuesto, están las miles de víctimas tailandesas. El crítico español Juan Luis Caviaro, de la revista Espinof, fue más allá y apuntó que el filme “debe funcionar como una especie de catarsis para toda la gente que está sufriendo la terrible crisis (económica) que atraviesa el país”. Es decir, los “hechos reales”, la recreación minuciosa del tsunami en la pantalla, pueden funcionar como anécdotas reconfortantes para un público que atestigua una tragedia que termina cuando las luces se prenden en la sala de cine. Una pregunta interesante: ¿qué pensarían los alemanes de un hipotético filme en el que unos turistas tailandeses estuvieran atrapados en las inundaciones del año pasado? ¿Qué pensarían al ver a sus compatriotas sirviendo sólo como contexto de la admirable voluntad de sobrevivencia de los extranjeros?

Se podría pensar en profecías inquietantes para los años que vienen: el simulacro se rasgará aún más dejando entrever, cada vez con mayor claridad, el mundo violento que late detrás de nuestras pantallas. Mientras ese colapso llega, seguiremos –como la mujer alemana– apostando por la incredulidad como única tabla de salvación. También, por supuesto, tendremos más ejemplos de una patología propia de nuestros tiempos: individuos experimentando con medidas cada vez más extremas para ser, al fin, protagonistas de su espectáculo, lejos de placebos y simulacros tecnológicos. Al final, tal vez, nos quedará la maravillosa imagen borgeana –citada con frecuencia cuando se habla de una realidad simulada hasta el límite e inspirada por una ficción de Lewis Carroll– en la que un rey encarga una copia exacta –escala 1:1– de su imperio. Las generaciones posteriores comprenden la inutilidad del mapa y lo abandonan hasta que sólo quedan restos inservibles. Quizás la gente del futuro, si es que llega a existir, recolectará con asombro las simulaciones con las que intentamos, inútilmente, crear una réplica utópica de un mundo en continua crisis.

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