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Pensamiento

Pensar (desde) la crisis

¿Servirá la crisis del coronavirus para imaginar alternativas al orden social imperante? Filósofos de todo el mundo se lo preguntan

Nicolás Cabral | jueves, 2 de abril de 2020

Fotograma de 'El séptimo sello' (1957), de Ingmar Bergman

Como toda crisis, la detonada por la pandemia del covid-19 ha movilizado el pensamiento. Algunas de las principales firmas de la filosofía contemporánea tratan de aportar perspectivas e imaginar escenarios para lectores que afrontan un período de enorme incertidumbre. Aunque no carece de antecedentes históricos, el carácter eminentemente global de la situación, sus consecuencias en todos los niveles, permite sospechar que vivimos algo nuevo. ¿Una prueba? A diferencia de diversos científicos o incluso de magnates (asesorados por futurólogos), para no hablar de escritores visionarios como William S. Burroughs, el grueso de los teóricos contemporáneos no previeron este escenario: un virus ha puesto en jaque al capitalismo. ¿Otra prueba? La velocidad con la que los análisis de diversos pensadores caducan, o resultan insuficientes, ante el desarrollo de los acontecimientos.

Respecto a esto último, el caso más sonado es el de Giorgio Agamben, que el 26 de febrero, en Quodlibet, cuestionó las medidas de mitigación del contagio a la luz de sus tesis sobre el estado de excepción. Lo cierto es que su propio país, Italia, se convirtió en cuestión de días en el epicentro de la crisis del SARS-CoV-2, con la mayor tasa de letalidad. Pero debemos decirlo: que Agamben haya caracterizado a la enfermedad como una mera gripe y leído mal el momento (se lo señalaron pronto Jean-Luc Nancy y Roberto Esposito) no implica que sus conceptos vayan a dejar de ser útiles, sobre todo cuando la crisis socioeconómica que afecta ya a capas enormes de población está poniendo a prueba la respuesta política de los gobiernos. Por lo demás, el 27 de marzo volvió al tema para añadir, en un tono pesimista (“sólo una tiranía puede fundarse en el miedo a perder la vida”), que pasada la pandemia ya no será posible vivir como antes.

Las columnas filosóficas que circulan en estos días podrían englobarse en dos grandes grupos: los análisis biopolíticos en la estela de Foucault (de quien Agamben es heredero), de matices muy diversos, y el llamado a repensar lo común (el comunismo) ante la evidencia de que el modelo neoliberal se halla al borde del colapso (pero, como recuerda Santiago López-Petit, “se pone descaradamente el vestido del Estado guerra”). De entre los primeros ha surgido lo peor y lo mejor, lo mismo la retórica efectista y agrietada de Byung-Chul Han (El País, 22 de marzo) que la lúcida argumentación de Paul B. Preciado (El País, 28 de marzo), quien señala los peligros sociales del confinamiento al tiempo que es capaz de vislumbrar un espacio para la transformación: “Es necesario pasar de una mutación forzada a una mutación deliberada. Debemos reapropiarnos críticamente de las técnicas de biopolíticas y de sus dispositivos farmacopornográficos”. Ese espacio es el de la desconexión digital y la reflexión sobre las diversas tradiciones de lucha y resistencia. Alain Badiou, en el segundo grupo, llega a una propuesta semejante, luego de aclarar que no encuentra novedad en la situación: “En cuanto a nosotros, que deseamos un cambio real en los hechos políticos en este país [Francia], hay que aprovechar el interludio epidémico, e incluso, el confinamiento (por supuesto, necesario), para trabajar en nuevas figuras de la política, en el proyecto de lugares políticos nuevos y en el progreso transnacional de una tercera etapa del comunismo, después de aquella brillante de su invención, y de aquella, interesante pero finalmente vencida de su experimentación estatal” (Quartier Général, 23 de marzo). Slavoj Žižek, como no podía ser menos, lanzó un libro en tiempo récord: Pandemic! COVID-19 Shakes the World, donde plantea que las condiciones para una reinvención del comunismo están dadas.

Un texto que se publicita bastante menos que el de Han, pero que contiene el análisis clave de la situación, es el del colectivo Chuang “Contagio social: guerra de clases microbiológica en China”, aparecido en su sitio el 2 de febrero. Ahí se desliza una pregunta cuya respuesta, dos meses después, comienza a delinearse: “¿qué le sucede realmente a la economía mundial cuando el horno chino comienza a enfriarse?”. El horno, metafórica y literalmente, es Wuhan. Y la cuestión, escasamente mencionada por las estrellas del firmamento filosófico (salvo, claro, David Harvey), es el vínculo íntimo entre el modelo agroindustrial capitalista y el surgimiento de pandemias cada vez más mortíferas, con una historia que puede rastrearse en los últimos tres siglos. La nuestra es una era de plagas político-económicas: ¿alguien olvida el papel de las infecciones en las empresas coloniales? A partir de los análisis del biólogo Robert G. Wallace, Chuang expone: la cercanía entre especies domesticadas elimina los cortafuegos naturales contra la propagación de los virus, que mutan en formas cada vez más resistentes y agresivas. Žižek ha planteado la ironía: pareciera como si la naturaleza estuviera defendiéndose de nosotros. La rápida mejora en los niveles de contaminación, a partir del freno impuesto por la pandemia, dice algo en ese sentido.

La pregunta, ahora, es qué clase de mutación psíquica producirán las medidas de aislamiento social. Una tesis plausible es la expuesta  aquí por Ian Alan Paul: el nacimiento inmediato de, al menos, dos subjetividades: el sujeto domesticado/conectado, que trabaja y consume desde casa, y el sujeto móvil/desechable, que atraviesa la ciudad proveyendo servicios a quienes pueden mantener el aislamiento. Franco Bifo Berardi ha hablado desde hace tiempo del inminente colapso psíquico de los sectores de la población más expuestos a la infoaceleración capitalista, y en las dos partes de su “Crónica de la psicodeflación” ha planteado sus interrogantes. En la más reciente entrega (Not, 26 de marzo), a pesar del pesimismo de sus últimos trabajos, se permite preguntarse si esta realidad hiperconectada terminará por encontrar su rechazo en este contexto: “¿No tenderemos a vincular nuestra vida en línea con la enfermedad? Imagino una explosión de cuidados y caricias, induciendo a una gran parte de los jóvenes a cerrar sus pantallas conectivas, como una reminiscencia de este desafortunado período solitario”. Paul ya había hecho preguntas pertinentes al final de su texto: “¿Qué tan libre, salvaje y valientemente nos permitiremos soñar en este momento? ¿Qué maneras nuevas de vivir y de relacionarnos nos atreveremos a poner en práctica?”. La cuestión crucial es si queremos volver a una normalidad que, en principio, ha sido capaz de hundirnos en una crisis como ésta. Bifo responde: “Volver a la normalidad capitalista sería una idiotez colosal, que pagaríamos con una aceleración hacia la extinción”. Lucía Naser agrega: “Cuanto antes nos demos cuenta de que no va a volver el ‘como antes’, más aprovecharemos el ‘durante’” (Lobo Suelto, 1 de abril).

Estamos cansados. Nuestros cuerpos y el planeta nos piden parar. El sistema, por su parte, pide que reanudemos todo cuanto antes. De las conclusiones que saquemos de este desastre dependerá que la crisis del coronavirus sea un inicio o un final. El momento exige a cada uno ser un pensador, preguntarse si las decisiones sobre nuestro futuro merecen quedar en manos del Estado y el mercado.

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