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Sangre y rating

Vale la pena volver a una pregunta formulada por Orwell: ¿Es realmente más interesante una bala ficticia que una real? Aquí, Guillermo Núñez revisa el serial televisivo dedicado al crimen, tanto el meramente ficticio como el ‘inspirado en hechos reales’

Guillermo Núñez Jáuregui | jueves, 16 de agosto de 2018

Imagen - 'Wild Wild Country'

Demasiada televisión se le ha dedicado al crimen. Al margen de sus conocidos hitos, que han refinado o reinventado el género negro, las franquicias policíacas se parecen demasiado entre sí, esqueletos rellenados de escenas de acción y balazos, cuando no de aburridos dramas procedimentales. Sólo en este siglo la televisión norteamericana se ha inundado de tediosos y derivativos programas de criminología (desde NCIS y sus múltiples versiones, hasta los programas que reviven la trama del investigador cerebral o el hombre duro y problemático). ¿No ocurrió algo similar en la televisión mexicana a partir del calderonato? De pronto uno cambiaba el canal y se topaba con una nueva serie sobre agentes federales, de la AFI o del narco (hasta llegar a las extrañas geografías del investigador paranormal, como Dogma, estrenada el año pasado por Televisa). Uno debe volver a la pregunta que George Orwell se planteó en torno a los relatos de crimen que gozaron de tan buena salud en tiempos de guerra: ¿es realmente más interesante una bala ficticia que una real? Parece que la experiencia de sentarse a ver una serie de balazos e intriga sólo puede medirse con el chato criterio de la experiencia misma: la cantidad, donde el éxito se mide exclusivamente en números (de audiencia, de opciones, de tiempo gastado).

¿Pero qué ocurre con un género vecino como el serial televisivo dedicado al crimen real o verdadero? ¿También debemos juzgarlos por la experiencia que ofrecen al espectador? ¿Es otro espacio tocado por el espectáculo que juzga su éxito en términos de rendimiento económico? En principio, al menos parece que en ese género la crítica orwelliana no opera: después de todo, este tipo de seriales vuelven a explorar momentos históricos –oscuros o no– en los que la opinión pública se interesó por un crimen, o bien, fungen como documentales que aspiran a revivir el interés por un “caso”. Supuestamente este tipo de registros se encuentran en las antípodas de los relatos ficticios sobre crimen, pero a menudo vuelven a explotar las mismas estrategias narrativas, con el triste resultado de la trivialización del tema. Vamos a los ejemplos. Si HBO ha ofrecido series o miniseries tan destacadas como The Wire o True Detective, o solventes como The Night Of, también ha transmitido relatos criminales que provienen de la realidad: uno reciente que gozó de buenas críticas fue The Jinx (2015), dividido en seis partes a cargo de la dupla detrás de otro documental sonado, Retratando a la familia Friedman (2003): Andrew Jarecki y Marc Smerling. Quisiera esquivar por ahora el centro oscuro de este tipo de investigaciones (el “atractivo” de un asesinato irresuelto) para atender una cuestión sintomática del tipo de crimen verdadero que hoy parece obsesionarnos.

The Jinx, como se desprende del documental, resultó de la relación singular entablada entre Jarecki y el sujeto de su investigación, el magnate inmobiliario Robert Durst. Lo interesante aquí es que la vida de Durst ya había sido retratada por Jarecki en el largometraje Crimen en familia (2010, protagonizado por Ryan Gosling y Kirsten Dunst). Su crimen, sin embargo, vuelve a la opinión pública ya que ha pasado por el bautismo de Hollywood (algo que también puede decirse de los asesinatos de los raperos Tupac y Notorious B.I.G., como pudo verse en Unsolved de este año, o en City of Lies, por estrenarse en cines). El relato del crimen verdadero parece morderse la cola una vez que es mediatizado. ¿Qué brecha separa al filme, realizado bajo el lenguaje de Hollywood, y el documental transmitido por HBO? Crimen en familia es una de esas cintas acompañadas por la leyenda “Inspirada en un hecho real”: una aclaración que cada vez aclara menos para convertirse más en un eslogan (una zona ambigua que ha sido aprovechada y ridiculizada múltiples veces en el cine de horror pero también en el noir, como ha probado Fargo –tanto la cinta como la serie).

A pesar de las intenciones, los documentales rara vez se libran de las estrategias narrativas con las que se han compuesto otro tipo de relatos (como la economía de información que se domina a través de la edición, expresada en giros de tuerca o flashbacks). A diferencia de los documentales estrictamente informativos, duchos en ese lenguaje árido de la televisión pública, hoy parece que a los documentales de crímenes verdaderos se les exige una dramatización singular. Para aclarar aún más el punto: pareciera que los hallazgos estéticos de Truman Capote en A sangre fría (1966), una investigación exhaustiva en torno a un crimen convertida en un relato dramático (cuyo natural equivalente en el cine serían las cintas “inspiradas” o “basadas” en casos reales) han comenzado a encontrar su camino hasta el ámbito documental.

Excepto por casos singulares como Wormwood (2017, de Errol Morris) las “producciones originales” de Netflix correspondientes a este género sólo son “originales” en el sentido de propiedad o marca, no porque se desmarquen de convenciones establecidas: Making a Murderer (2015, de Moira Demos y Laura Ricciardi), The Keepers (2017, de Ryan White), Wild Wild Country (2018, de Chapman y Maclain Way) y Evil Genius (2018, Trey Borzillieri y Barbara Schroeder) tienen demasiadas cercanías formales: el pietaje encontrado que ilustra un argumento, testimonios hechos directamente a cámara, imágenes fijas acompañadas de narraciones ominosas, la recuperación de grabaciones sonoras… Se trata del mismo lenguaje que ha sido explotado desde los noventa con programas tan longevos como Dateline, que pasó de ser una transmisión de revista a uno especializado en crímenes verdaderos (por no hablar de sus tantas copias, que van desde E! True Hollywood Story hasta, ay, Historias engarzadas).

Se cometen crímenes para que el espectáculo cometa nuevos: es la “moraleja” que han explorado cintas como Primicia mortal (2014, Dan Gilroy), el retrato de un villano que asciende en la industria de la información y el entretenimiento, donde los escrúpulos se han gasificado. Se trata de un relato tolerable cuando lo consumimos bajo el cobijo de las herramientas de la ficción (¿no es el principio que nos permite ver las temporadas de American Crime Story, dedicadas al caso de O.J. Simpson y el asesinato de Gianni Versace?). ¿Pero qué ocurre cuando se le trata con el lenguaje del “show de realidad”? En otra serie supuestamente documental de Netflix, Shot in the Dark (2017- ), acompañamos a un grupo de “reporteros” mientras recorren la ciudad de Los Ángeles (prolifera su imaginario nocturno, que hemos aprendido a reconocer gracias a cineastas como Michael Mann). Pero descubrimos muy pronto que no se trata tanto de registrar crímenes o siniestros, sino de observar de cerca los malabares morales que deben realizar quienes se dedican a vender, con la alegría de quien participa en un programa de concursos, la miseria ajena.

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