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Música

Contra la música disecada

Atahualpa Espinosa analiza la tendencia a cuantificar la experiencia musical en las listas anuales y plataformas como Spotify

Atahualpa Espinosa | martes, 7 de diciembre de 2021

Foto de Spencer Imbrock en Unsplash

Tan pronto empieza diciembre se inaugura la temporada en la que la prensa musical intenta hacer un sumario del año transcurrido, en forma de listas que jerarquizan los lanzamientos. Para todo efecto, este hábito (o, podríamos decir, subgénero muy menor de la crítica) considera que el año tiene once meses: lanzar un álbum durante la segunda mitad de diciembre puede leerse como una forma de desafío, especialmente si se trata de uno con alto perfil.

Las listas elaboradas por revistas o sitios especializados tienen mediaciones muchas veces obvias y no siempre confesables. En gran parte, claro, reflejan alianzas comerciales o, con algo de buena voluntad, amistosas (afinidades no siempre estéticas, quiero decir). Esa misma buena voluntad puede ser necesaria para considerar su parte más genuina: la diferencia entre la invitación al descubrimiento y el didactismo. La aparición de Tirzah en muchas de listas de fin de año (con el prodigioso Colourgrade), por ejemplo, parece llevar implícita una intención condescendiente de enseñar la apreciación de la música experimental a un público que requiere líneas melódicas accesibles para llegar a ella (o, en términos directos, de “canciones” en la forma más convencional). Nada contra el disco en sí, por otra parte: si me diera por elaborar una lista propia, Colourgrade tendría grandes perspectivas de estar entre los primeros lugares.

Hay un juego entre la prensa musical y sus lectorxs: un estira y afloja entre la convalidación de lo que el público ya conoce y la contravención de sus expectativas. La elección deliberada de obras muy poco conocidas refleja un poco de la intención didáctica que comentaba hace unas líneas. Se espera, con ella, mantener el interés o la admiración de lxs lectorxs. Sobre todo en el entorno de la música experimental, muchas de esas elecciones pueden sospecharse un poco arbitrarias, frecuentemente en aras de la provocación o de crear un aura de impenetrabilidad.

Música y afectos

Las listas personales que comparten escuchas, digamos, de a pie (es decir, aquellos que no son influencers) suelen ser más interesantes y entrañables, por los afectos volcados en ellas. Este breve inventario de los discos que más escucharon o disfrutaron no necesariamente se pretende fruto de un aparato crítico, o al menos ese aparato no se coloca en primer plano. Hay en ellos un cruce entre la intención de compartir la música en sí, a partir de quien esa persona es o a partir de lo que sabemos de ella, y la representación de la forma en que transitaron el año: estados de ánimo, entornos y situaciones con mayor o menor grado de concreción.

Estas listas personales pueden leerse también como una radiografía de ciertos aspectos de su personalidad y despiertan más curiosidad mientras más descontextualizadas están: un poco a la manera de quien narra sus sueños sin acotaciones acerca del significado íntimo de sus imágenes o de su carga emocional. Se puede especular acerca de la relación que ha tenido cada canción o disco con experiencias específicas y, en ese sentido, más que un dispositivo crítico son uno narrativo. Dado que el goce estético de la música tiene para la mayoría de las personas una fuerte relación con las circunstancias personales y el entorno en que se escucha, es curioso que no se elaboren varias listas. No sé, por ejemplo, si haya quienes compartan la lista de discos favoritos de su yo borracho y de su yo sobrio, por separado, dado que la relación con la música es muy otra en cada caso.

El lado siniestro es que muchas de estas listas adoptan la forma de resúmenes de uso de las plataformas dominantes de escucha en línea, destacadamente Spotify, que han expandido su presencia en años recientes, como metástasis. Ese sitio en especial, que solía ser un mediador con exceso de facultades, se ha vuelto curador omnímodo para muchas personas (que en este ámbito han pasado de “escuchas” a “usuarias”). O, apelando a términos cercanos a su jerga, un diseñador total de “experiencias sonoras”. No hay que pasar por alto esta última palabra: Spotify y plataformas similares aspiran a ser algo a la vez más amplio y más limitado que proveedores de música: aspiran a decidir los sonidos que deben acondicionar cada momento de la existencia cotidiana, ya sea los dedicados al trabajo, al ejercicio o a los festejos que al aseo de la casa. Incluso para dormir…

Cuantificar la experiencia

La naturalidad con la que tantas personas delegan el relato anual de su escucha a Spotify, con los parámetros y métricas estandarizados que maneja, ejemplifica en gran medida el poder que ha adquirido. Poder económico, es evidente, pero también de otro orden, que suele interpretarse de forma obtusa en el entorno de las trasnacionales digitales, fincado en el capital crítico y en la experiencia estética que pueden dar forma a numerosos aspectos de las subjetividades.

Aunque generalmente se encubre en jerga tecnocrática como “responsividad” al perfil individual, lo que Spotify busca es influir en los hábitos y estados de ánimo (especialmente en lo que respecta a patrones de consumo), a partir de sugerencias hechas en momentos específicos. Por ejemplo, si una persona se encuentra de compras en Amazon o en otra compañía que, como ésta, tiene lazos fuertes con Spotify, se programarán para ella aquellas canciones que, de acuerdo con estudios conductuales, han probado incentivar el consumo. Este y otros rasgos, que se discutirán más adelante, aparecen detallados en la fascinante (y aterradora) investigación Spotify Teardown, firmada por un equipo de cinco investigadores, entre los que se encuentra el gran Rasmus Fleischer.

Lo que Spotify busca es influir en los hábitos y estados de ánimo (especialmente en lo que respecta a patrones de consumo), a partir de sugerencias hechas en momentos específicos.   

Hablé de capital crítico y el poder en el plano estético aunque, claro, el poder económico de esta empresa no debe menospreciarse. No hace falta (han sido demasiado visibles) un recuento de las denuncias que han hecho activistas y personas dedicadas a todo lo relacionado con la creación, producción y distribución musical acerca de la mezquindad con que retribuye a lxs músicxs. Gracias, en parte, a este esquema de utilidades casi ilimitado, Spotify se ha colado entre las 25 mayores compañías del sector digital y ahora invierte en la empresa Helsing, que fabrica armamento de última generación.

Las utilidades, por cierto, son difíciles de calcular. Están, por un lado, las visibles, derivadas del pago de suscripciones (que son una minoría de los usuarios). Pero el mayor volumen podría venir de la venta de datos acerca de los hábitos de escucha de cada persona. Es difícil establecerlo con certeza, porque la lista de clientes y montos a quienes cada empresa digital vende los datos a los que tiene acceso suele ser uno de los secretos mejor guardados. En el caso de la música, un ámbito con el tiene que contacto diario prácticamente toda persona involucrada en el ciclo de consumo, y el que más sirve para conocer su perfil cultural, económico e identitario, esta información puede ser metal precioso en forma de datos.

Spotify

Foto de Heidi Fin en Unsplash

Recipientes de información

Al parecer, Spotify contempla a sus usuarios de una forma análoga a como los humanos eran considerados por los ooloi en la novela Amanecer, de Octavia Butler: recipientes de información genética y neural que deben estudiarse para ser manipulados de forma eficiente, siempre en función de los fines extractivos de los estudiosos. En la novela estos fines son la prevalencia y continuidad del pueblo extraterrestre a costa de la raza humana, que debía entregar su identidad entera a cambio.

Las listas que ensambla la prensa musical (igual que las calificaciones que asigna) y los resúmenes en cifras que entregan las plataformas a lxs escuchas están dirigidos a fijar el sitio de las obras en una escala.   

La tendencia, representada en primer lugar por Spotify, a reducir la apreciación de la música a la métrica (donde, por ejemplo, “más escuchada” es indiferenciable de “favorita” o “mejor”) es, además de un rasgo orientado a la eficiencia empresarial, una forma cómoda de defenderse ante las implicaciones profundas de la experiencia musical. Georges Deveraux, en De la ansiedad al método en las ciencias del comportamiento, habla de cómo la proliferación de métodos de investigación exclusiva o predominantemente cuantitativos en las disciplinas humanas puede leerse como una defensa de la persona investigadora ante la ansiedad que le provoca su materia de estudio. Así, el diseño de instrumentos de medición asépticos, aplicados por ejemplo al discurso psicótico, no sólo deja fuera muchos de los aspectos más significativos de éste, sino que establece una especie de trinchera donde las emociones de la persona investigadora están a salvo de lo analizado. En tal caso la historia individual y la respuesta emocional ante la materia estudiada pueden ser un instrumento, más que un estorbo. Pero en la concepción tecnocrática lo que no puede medirse con precisión es una superchería o implica una pérdida de tiempo.

Las listas que ensambla la prensa musical (igual que las calificaciones que asigna) y los resúmenes en cifras que entregan las plataformas a lxs escuchas están dirigidos a fijar el sitio de las obras en una escala. No deja de ser curioso que se busque jerarquizar un conjunto de piezas discretas para evitar el contacto posterior con ellas, a la manera de un animal disecado: una criatura que pudo haber sido terrible y hermosa, ahora reducida a un retrato inanimado de sí misma. Disecar la música de esta forma nos protege de las perplejidades que puedan llegarnos al escucharla, de la a veces melancólica y peligrosa exaltación que, como pocas otras cosas, ella provoca. ¿No se supone que, en gran parte, para eso se hace y se escucha música?

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