16 de agosto de 2017

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12/05/2024

Artes visuales

Constructores de mundos

Patricio Pron se acerca a dos obras insólitas: el ‘Palacio Ideal’ de Ferdinand Cheval y la ‘Máquina del Mundo’ de Franz Gsellmann

Patricio Pron | miércoles, 6 de enero de 2021

La 'Máquina del Mundo' (1958) de Franz Gsellmann. © Gsellmann Weltmaschine / Gery Wolf

Ni Ferdinand Cheval ni Franz Gsellmann viajaron mucho, y ninguno de ellos tenía una educación amplia. Naturalmente su conocimiento de las tradiciones artísticas era escaso o nulo, y sin embargo ambos se propusieron la tarea, absurda por su ambición y complejidad, de crear modelos que representasen la Humanidad y el mundo y de algún modo lo consiguieron. Ambos fueron considerados locos o imbéciles por sus familiares y vecinos, pero en la actualidad se piensa en ellos también como pioneros del art brut, es decir, de la producción artística surgida de la intuición y de la necesidad irrefrenable de hacer algo aunque no se sepa cómo hacerlo.

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Ferdinand Cheval fue un simple cartero rural de la pequeña localidad de Hauterives, en el departamento francés del Drôme, que en 1879 comenzó la construcción de un Palais Idéal cuya finalidad era promover la concordia entre los pueblos. A manera de manifestación de ese espíritu internacionalista, la edificación debía reunir los elementos más característicos de todas las arquitecturas del mundo. Aunque Cheval jamás había salido del departamento del Drôme y carecía de seguridades económicas que le permitiesen viajar en busca de inspiración, obtuvo toda la información que necesitaba de las postales que repartía en su jornada diaria, una monótona caminata de 32 kilómetros entre Hauterives y Tersanne y de regreso, y de la revista Magasin Pittoresque, que solía hojear regularmente.

Cheval construyó en primer término una “Gruta de San Amadeus” coronada por dos cascadas; sólo esta parte de la obra le tomó tres años, ya que el cartero trabajaba tras su agotadora jornada laboral y carecía de conocimientos de construcción. A continuación levantó un “Templo de la Naturaleza” en estilo egipcio (o en lo que creía que era el estilo egipcio), en cuya gruta deseaba ser enterrado “como los faraones de antaño” (aunque el permiso municipal para ello le fue denegado). A estas construcciones le siguieron una “Gruta de la Virgen María”, un pabellón llamado “Los Cuatro Evangelistas” y un templo en estilo hindú con cuatro columnas de grandes dimensiones que debían representar la unidad de las religiones. En el extremo opuesto de la construcción ubicó tres estatuas de grandes dimensiones de Julio César, Arquímedes y el héroe galo Vercingetórix que modeló con arena y cal él mismo: a los pies de cada una de estas figuras yacían dos momias.

Ferdinand Cheval

El Palacio Ideal de Ferdinand Cheval

A estas estatuas les siguieron más figuras: de Adán y Eva, de la sacerdotisa celta Veleda, de la diosa egipcia Isis y de Sócrates, que Cheval colocó en nichos y galerías del ala este (26 metros de largo) de la construcción. En el ala oeste construyó una mezquita, a la que añadió un castillo medieval, una casa de planta cuadrangular en estilo argelino, un chalet suizo con cuatro abetos de piedra y un pequeño templo hinduista. El resultado era un laberinto incomprensible de torrecillas, escaleras, galerías, terrazas y pedestales adornados con motivos vegetales confeccionados con caracoles, guijarros y conchas de moluscos y figuras antropomorfas y cabezas de elefantes, serpientes, camellos, cocodrilos, cabras, perros de grandes orejas, gansos y águilas y una frase grabada a modo de explicación en una de las paredes: “[aquí] las hadas del Oriente se hermanan con las de Occidente”.

Cheval fue ridiculizado por sus vecinos, pero no dejó de trabajar hasta cumplir la edad de 76 años, cuando dio su obra por concluida. “Mi cuerpo lo ha resistido todo en nombre de mi idea, el clima, las críticas, los años”, afirmó el cartero. Al acabar, grabó la siguiente inscripción en la esquina noreste del edificio: “1879-1912: 10,000 días, 93,000 horas, 33 años de esfuerzo. Quien sea más persistente que yo que se ponga a trabajar”.

Cheval murió el 19 de agosto de 1924 a la edad de ochenta y ocho años. Una interpretación psicologista de su obra podría apelar a las sucesivas desgracias que le acaecieron: sus padres murieron antes de que él cumpliera los veinte años de edad, su primera mujer falleció siendo todavía joven, su primogénito apenas vivió un año y una hija de su segundo matrimonio enfermó de meningitis a la edad de quince años y murió. Quizás estos infortunios expliquen algo pero no lo explican todo: hay un aspecto incomprensible en la ciega determinación de Cheval de “despertar a la reina del mundo de su sueño” (como afirmó) y ese algo es lo que atrajo a André Breton, que consideró al cartero un pionero del surrealismo; a Pablo Picasso, Jean Tinguely y Max Ernst, que peregrinaron a Hauterives; y a Peter Weiss, que escribió un ensayo sobre Cheval y su obra. Siendo ministro de cultura, André Malraux consiguió finalmente que el Palacio Ideal fuera colocado bajo protección oficial por tratarse del “único ejemplo de arquitectura ingenua del mundo entero”.

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El cartero francés Cheval tiene un homólogo en el campesino austriaco Franz Gsellmann, quien entre 1958 y 1981 construyó en el patio de su propiedad, en las afueras del pueblo de Edelsbach bei Feldbach, una Weltmaschine o Máquina del Mundo. Su nombre le fue dado al aparato posteriormente, ya que se desconoce para qué sirve y el propio Gsellmann dio respuestas esquivas cuando fue interrogado al respecto.

A modo de explicación, Gsellmann comentó alguna vez que una noche de 1957 había soñado con la máquina, completa y en funcionamiento; un año después, una fotografía en un periódico local del Atomium, una gigantesca estructura de plástico y metal que constituía el símbolo de la exposición mundial de Bruselas, fue el disparador de su construcción. Gsellmann viajó a Bruselas, tomó apuntes sobre el Atomium y, al regresar a su propiedad rural, comenzó a encerrarse en una habitación todas las tardes; ocho años después mostró la primera versión de la máquina a sus familiares, que no conocían el proyecto. Excepto por aquel viaje decisivo a Bruselas, Gsellmann nunca abandonó su pueblo.

La Máquina del Mundo está construida principalmente con chatarra y mide cuatro metros de largo, cuatro de alto y dos de ancho; se compone de aproximadamente dos mil piezas alimentadas por veinticinco motores eléctricos, entre las que se cuentan un águila de porcelana, una lámpara infrarroja, partes de un órgano, tres luces azules, sesenta y cuatro silbatos, un secador de cabello, doscientas bombillas, catorce campanas, un tubo de oxígeno y un cohete de juguete. La máquina zumba, se sacude, se ilumina intermitentemente y ruge, pero su función es desconocida. No se sabe si su inventor le había previsto una (que no llegó a formular antes de su muerte) o si la máquina nunca la tuvo realmente; en este último caso, tendría el mejor nombre posible, ya que el mundo del que es representación también parece carecer de sentido.

Franz Gsellmann

Franz Gsellmann y su creación. © Gsellmann Weltmaschine / Gery Wolf

Franz Gsellmann trabajó en la Weltmaschine hasta poco antes de su muerte; sus vecinos le recuerdan como un hombre pequeño que pesaba unos cuarenta kilos, fumaba mucho, bebía mosto y solía tener siempre frío: en verano llevaba dos chaquetas, una encima de la otra, y en invierno tres. Sólo dio dos entrevistas en su vida, a la televisión nacional de Austria. En ellas sostuvo: “La construcción de máquinas es un talento que tengo. Dios me dio ese don: si un hombre tiene un don, éste lo impulsa. Es como cuando a comienzos de año el rosal produce pequeños pimpollos y en mayo o junio están allí las flores, así es como yo continúo año tras año”. Trabajó veintitrés en su máquina.

La Weltmaschine puede verse en la antigua residencia de Franz Gsellmann y es el tema del ensayo de Gerhard Roth y Franz Killmeyer Gsellmanns Weltmaschine [La Máquina del Mundo de Gsellmann], de 1996, y de la novela de Klaus Ferentschik Der Weltmaschinenroman [La novela de la Máquina del Mundo], de 2008; con motivo del cincuentenario del inicio de su construcción y del centenario del nacimiento de su creador ese mismo año se estrenaron una composición musical y un ballet basados en la historia de Franz Gsellmann. Según sus herederos, unas quince mil personas visitan la máquina cada año, pero es posible que ese número crezca si la pandemia continúa obligándonos a alimentar en privado y en soledad los sueños de un mundo distinto al mundo en el que vivimos: es decir, mejor.

Publicado originalmente en El Cultural de El País de Montevideo, 6 de agosto de 2010

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