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16 de agosto de 2017

La Tempestad

También las artes cambian al mundo

15/05/2024

Música

La canción quiere transformarse

Una charla con la cantante brasileña Ava Rocha, una de las voces más potentes de la música sudamericana.

Guillermo García Pérez | martes, 15 de agosto de 2017

Perdida en el nutrido cartel de la octava edición del Festival NRMAL, que incluía cuarenta proyectos nacionales e internacionales, la cantante Ava Rocha se presentó por primera vez en México. La música de Brasil, una de las más dinámicas e interesantes del mundo, se encuentra prácticamente ausente en los circuitos de conciertos y festivales del país, por lo que la discreta visita de Rocha fue significativa por partida doble: por la esperanza, tal vez ilusoria, de que abra un pequeño reducto en México para las agrupaciones del país sudamericano y por la oportunidad de presenciar la potente obra que ha desarrollado en apenas dos álbumes como solista: Diurno (2011) y Ava Patrya Yndia Yracema (2015).

Perteneciente a lo que podríamos considerar una tercera (¿o cuarta o quinta?) gran generación de música popular brasileña, Ava Rocha es, a un tiempo, fiel e infiel a esa tradición: conoce su historia, la honra, la disfruta, se sabe su heredera y por lo tanto usa los formatos de sus canciones como punto de partida, pero también hurga en sus fisuras, las colma hasta que se transforman y, en el proceso, genera nuevas válvulas de escape. «He vivido esa tradición de manera libre. La música popular brasileña es parte de mi formación, siempre me encantó; incluso cuando vivía en Colombia, y tenía acceso a muchas otras cosas, volvía todo el tiempo a João Gilberto, a Leny Andrade, a Cartola, a Marisa Monte, a Dorival Caymmi, a Tom Jobim. Para mí es inevitable, porque mantengo con ella un contacto sentimental», explica en la entrevista, unos minutos antes de iniciar su segundo concierto en la Ciudad de México, en Departamento, un pequeño foro de la colonia Roma. «Lo que me molesta, en todo caso», apunta, «es que mucha gente espera que hagas algo que ya fue hecho, que puede ser maravilloso, pero que fue resultado de las condiciones de su época, como en los casos del samba o el tropicalismo». La música brasileña, resume, «es una música de invención por excelencia. El samba, por ejemplo, surge como un acto de resistencia y creatividad del pueblo en contacto con su entorno, con su cultura, con sus influencias negras, indias, con las contradicciones y desigualdades sociales. Ése es su contexto».

Como en su propia obra, donde una canción bossa nova como “Mar ao Fundo” puede transformarse en una masa de ruido eléctrico –similar, en este sentido, a la música de un grupo como Metá Metá [ver La Tempestad 119]–, el pensamiento de la cantante es indisciplinado: mezcla referencias musicales y teatrales, habla español y portugués, salta de un acontecimiento histórico a una película, comienza discutiendo situaciones políticas críticas y termina contando un chiste. Varias veces en esta misma entrevista se disculpa por «hablar demasiado». Pero la fuerza combinada de todas esas ideas termina por imponerse. Y, cada tanto, encuentra cauces en forma de intuiciones brillantes: «Así como la tradición está en movimiento, nosotros estamos en el proceso de construir tradición», asegura con una frase que podría sintetizar la dialéctica de la música brasileña entera. «Hay que pensar en que las próximas generaciones también nos van a mirar como tradición, por lo que debemos aspirar a que nuestras creaciones se vuelvan parte de la vida, de la cultura popular. No sé si lo que yo hago vaya a inscribirse en esa historia, porque estamos en medio de un proceso en el que hay muchas barreras; la propia realidad ya está dividida, preconfigurada, la gente está separada. Si eliminamos esas barreras, todo es posible: la gente se conecta, intercambia referencias, aspectos culturales. Los medios, sin embargo, no dan espacio a estos intercambios, porque no quieren perder un control que no sólo es mercadológico, sino también estético».

Cuando le comento que mucha de la música brasileña no ha sido reconocida en toda su politicidad y sigue siendo considerada meramente festiva o melancólica a su modo, pero inofensiva en una mirada amplia, la cantante dibuja un gesto de extrañeza, antes de puntualizar: «Nunca lo había pensado: creo que la música brasileña es política por excelencia. El samba o el tropicalismo son políticos no sólo porque surgen en contextos sociales críticos, son políticos desde el cuerpo, desde el acto mismo de su invención. La estética y la política caminan juntas». Rocha encuentra ese filo social en ejemplos reputados –hablamos de temas clásicos de Chico Buarque como “Vai passar” o “Apesar de você”–, pero también en insospechados, que normalmente no son considerados con esas virtudes, como el de la cantante Dolores Duran, muerta en 1959 en Río de Janeiro, a los 29 años. Duran, conocida exponente del llamado samba-canción, tematizaba y exaltaba las relaciones románticas o el sufrimiento por las pérdidas amorosas, en un proceso que refinaría el sonido callejero del samba y lo acercaría a la sofisticación de la bossa nova. «Pienso que las canciones de Dolores eran feministas», apunta, «por el hecho de ser una mujer cantando sobre esos temas en esa época. Por su relación con el cuerpo, con la ciudad, y por cómo esos elementos se manifestaban en su manera de cantar. Por cómo la gente se reunía alrededor de esas temáticas, por cómo se volvía importante a nivel popular. Cuando uno habla de amor, también está hablando de política. Se trata de una poesía en muchos casos más completa, que a veces ni siquiera es consciente». Sintomáticamente, su opinión sobre la coyuntura actual de Brasil, que desde su urgencia política podría ser comparable a la que tuvo que enfrentarse el tropicalismo desde mediados de los sesenta, es mucho más lacónica, como si no encontrara la densidad poética de un ejemplo de aparente menor trascendencia como el de Duran: «La cantidad de artistas que han surgido en Brasil en los últimos años es impresionante. Músicos, cineastas, performers, estamos haciendo un trabajo de construcción de plataformas, de creación de espacios como maneras de sobrevivir. Pero en esta construcción cotidiana hay que desarrollar mucho más. Tal vez nos falte más malicia si de verdad queremos reinventar un sistema que no da para más».

Para hablar del arte brasileño en relación con su contexto político podríamos, sin embargo, empezar por explorar la propia biografía de Ava Rocha. Nacida en 1979 en Río de Janeiro, todavía bajo la dictadura militar, su padre es Glauber Rocha, líder del movimiento Cinema Novo y uno de los cineastas más destacados de la historia de Brasil. Director de la famosa Dios y el diablo en la tierra del sol, de 1964, sería reconocido cinco años después como mejor director en Cannes por O Dragão da Maldade Contra o Santo Guerreiro. Periodista y escritor, hubo de exiliarse de su país a partir de 1971 y no volvería definitivamente a Río de Janeiro hasta 1981, año de su muerte. Su madre, Paula Gaitán, es una artista visual y cineasta colombiana, entre cuyas películas destacan Exilados do Vulcão, de 2013. No sorprende entonces que Rocha reconozca al cine como la espina dorsal de su vida: «Siempre fui del cine. Trabajando con mi mamá, durmiendo en la islas de edición, viendo películas de mi papá. Leyendo pura literatura cinematográfica. En mi adolescencia pasaba todo el tiempo en la Cinemateca de Bogotá, también cuando volví a Brasil. Estudiando, dirigiendo, montando, escribiendo guiones, produciendo. Cine, cine, cine». Pero es aún más interesante la forma en que ese suelo cinematográfico se convierte en la materia prima de su pensamiento musical. «Comencé por hacer música dentro del cine», explica, «siempre monté junto al sonido, construyendo paisajes sonoros, canciones, sonoplastias, cantando en las propias películas. Cuando llegué a la música fue desde el desconocimiento, pero al mismo tiempo lo vi como un camino natural, porque cuando hago música siento que hago cine. Es como si transportara todos esos elementos a otra plataforma. Me gusta el que la música me permita crear imágenes, contar historias y unir diferentes elementos artísticos». Y ejemplifica ese método de trabajo con una anécdota: «En la época en que me preparaba para hacer mi primer largometraje de ficción, fui a ver la obra de teatro Os Sertões, de José Celso Martínez Corrêa, adaptada del libro de Euclides da Cunha, sobre la Guerra de Canudos, al norte de Bahía. Es una obra genial, que habla de la formación del hombre brasileño, de su proceso de mestizaje, a través de la historia del pueblo de Canudos de finales del siglo XIX, masacrado por el ejército luego de que se negaran a pagar impuestos, siguiendo las enseñanzas de su profeta Antonio Conselheiro. La pieza habla de los pobres, de los excluidos, pero también cuenta la historia de la tierra y la geografía de Brasil. Celso, que es el director de teatro más importante de Brasil (lo que Caetano Veloso es para el tropicalismo o Glauber para el cine), la montó en cinco partes de seis horas cada una. De cien personas trabajando en la pieza, sesenta eran actores; una locura. Originalmente me invitó para filmar la obra pero, como en su famoso Teatro Oficina, activo desde los sesenta, todo está vinculado y todos hacen de todo, me puso a cantar en escena. En ese momento conecté los elementos: el cine, la música, el teatro, las artes plásticas, el performance, la danza».

Al final, sin embargo, esa multiplicidad de influencias se conjugó en un pequeño formato como el de la canción. Le comento que en un tema como “Hermética”, de su disco más reciente, puede reconocerse esa cualidad cinematográfica, con la tensión narrativa que construyen los arreglos de cuerdas y su posterior punto de quiebre. «Es chévere que lo digas, porque me parece que en eso también recae la problemática de la canción: la canción esta viva y quiere transformarse, salir un poco de su cuerpo normativo, heterosexual, la canción también quiere ser transgénero, enloquecerse». Declaración que recuerda palabras de Caetano Veloso, que ha descrito la música de sus discos más recientes, como Cê o Abraçaço, como transamba o transrock. «Por el momento», puntualiza, «aunque podría hacer un álbum totalmente radical, mi foco no es ése, estoy más interesada en cierto equilibrio, en cierta conjugación de elementos, porque quiero dar espacio a toda la amplitud de mi deseo. También es un problema, porque es como si no pudiera escoger: quiero cantar samba, pero también experimentar con la voz, quiero todo, quiero tanto que a veces no logro mucho. Me toca buscar la conexión entre las cosas y, aunque hay momentos más extremos [hay que escuchar temas como “Diurno”, de su primer álbum], al final siempre vuelvo a la canción. En todo caso, quiero buscar las posibilidades experimentales dentro de ella. Mi proceso puede ser intuitivo, pero contiene una dirección, porque es un proceso reflexionado. Soy muy autocrítica, no se trata de una intuición suelta, pienso mucho sobre los conceptos detrás de cada obra». «Al comienzo de mi carrera», finaliza, «no sabía muy bien qué era una canción, no sabía sus reglas, no entendía su estructura. Mi primer disco tiene esa libertad y esa ingenuidad. Aprendí mucho con él, al punto de que aprendí qué es una canción. Antes no sabía ni siquiera lo que estaba rompiendo».

En ese proceso de aprendizaje, Rocha asegura que quiere cantar más en español (recientemente grabó un álbum, aún sin título, resultado de una residencia artística con el grupo colombiano Los Toscos; en Diurno, además, musicaliza “Sé que estoy vivo”, un poema de su abuelo Jorge Gaitán; y en el concierto en Departamento cantó su tema “Transeunte Coração” en una versión adaptada a nuestro idioma), no sólo por sus posibilidades estéticas, sino como una forma de estrechar lazos culturales con el resto del continente. «Si Roberto Carlos lo hizo», dice entre risas, «por qué yo no».

 

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