16 de agosto de 2017

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Literatura

El nacimiento de una maldición: México 1986

Este relato forma parte de la antología ‘Breve historia del ya merito’, publicada por Sexto Piso en vísperas del Mundial de Rusia 2018

Antonio Ortuño | miércoles, 30 de mayo de 2018

George Afedzi Hughes, 'Made in the Colonies' (2008-2011)

Todos mis compañeros del salón le iban a Brasil. Bueno, quizá exagero: sólo el noventa y nueve por ciento. Corría el año del señor de 1986, cursaba yo el cuarto de primaria y, de golpe (porque estaba habituado al cálido consenso que significaba formar parte de la logia de partidarios del Guadalajara, el equipo más representativo y querido de mi ciudad), pasé al rincón de la minoría que no apoyaba a la escuadra verdeamarelha.

Iba a comenzar el Mundial de futbol, el segundo en el que seríamos locales, y en la escuela le íbamos a México, faltaba más, pero el amor patrio no nos daba para llegar al punto de la ceguera. Estábamos convencidos de que perderíamos, más pronto que tarde, y todos, en realidad, teníamos un segundo equipo en la manga, porque los aficionados al futbol aquí somos así de convenencieros. Intuimos que no vamos a ganar nunca pero tampoco queremos perder siempre (¿existirá otro país en todo el planeta en el que sea posible encontrarse tantos encendidos fanáticos de esos clubes de ligas lejanísimas? ¿Tantos que chillen como micos por lo que sucede en los estadios de Barcelona, Madrid, Múnich o Manchester?). Así que poníamos nuestras metafóricas veladoras en el altar de la selección mexicana, sí, pero también otro puñito más en el de algún equipo con probabilidades reales de levantar la Copa del Mundo.

Y el objeto de los rezos de casi todos mis compañeros era el Brasil de Zico, Sócrates y Falcão, que si bien no era ya aquel equipo mágico del 82, aún levantaba suspiros y esperanzas. Y los chamacos tapatíos del 86, qué le vamos a hacer, mantenían el romance de la ciudad con los brasileños, porque sus padres habían visto jugar al equipo de 1970, el de Pelé, Carlos Alberto y demás, que era el epítome del futbol vistoso, del que se conoce como jogo bonito. Guadalajara había sido la sede de aquella selección campeona e histórica y reverenciaba su memoria.

Pero mi caso era diferente. Mi familia era española y desde niño, además de la lógica afición por la selección de mi país, tuve ese otro culto desesperado que era el de la Furia Roja (hablo de una época más de veinte años anterior a aquella en la que Luis Aragonés convirtió a la selección española en la que mejor futbol practicaba en el planeta y comenzaran a caer los títulos: en 1986, España era solamente una garantía de eliminación en los cuartos de final). Yo iba por la verde y mi otro equipo era el rojo y no había lugar en mi corazón para nadie más (hay aficionados que tienen listados de cinco o seis equipos en orden, para apoyar a medida que los otros caen, pero mejor no ser como ellos).

El otro chamaco del salón que no formaba parte del lobby probrasileño era mi amigo Fernando, que le iba a Alemania. Aunque me parece que no lo hacía por tener ningún antecesor de aquellos lares (poca gente ha parecido menos alemana en la historia de la humanidad que Fernando y él lo sabía muy bien), sino nomás porque le gustaba llevar la contraria. Aunque, ahora que lo pienso bien, existía un tercer grupo: el de las niñas que ponían los ojos en blanco y aseguraban, con toda sinceridad, que el futbol no les interesaba en lo más mínimo y qué asquito. Aunque otras chamacas, lo recuerdo perfectamente, eran tan apasionadas como el que más.

El Mundial de mi infancia, pues, fue el de México 86, y recuerdo como si fueran cosa de hoy los sinsabores de mis amigos entregados a reunir los cromos con las caras de los jugadores de las veinticuatro selecciones que disputaban el campeonato: la circulación de estampitas era mucho más limitada que la de nuestros tiempos y completar el álbum Panini resultaba, estadísticamente, imposible. Los álbumes de mis amigos estaban cuajados, claro, de rectángulos en blanco. Con cierta mala suerte, que abundaba, los compradores de estampitas terminaban con un defensa coreano o el portero de Marruecos repetido cinco veces pero sin Zico, Sócrates, Rummenigge o Platini, que eran las cartitas más ambicionadas de aquella época.

El fervor mundialista en mi salón era inmenso pero tenía pocos cauces para manifestarse. Un par de amigos tuvieron playeras verdes con el chile «Pique» (la mascota oficial) en vez del escudo de la selección mexicana. Otro compañero, que le iba a Brasil, consiguió que un señor con apariencia de aficionado carioca se tomara una foto con él. Minucias, como se ve. Por mi lado, tuve una fortuna inusual y formidable. Mi padre, que era un hombre al que se podía acusar de muchas cosas pero nunca de ser un tipo práctico, tuvo por una vez la iluminación (o la fortuna) de comprarme en un Sanborns una revista que, a todo color, reproducía la totalidad del Panini. Como segundo golpe de suerte, resultó que mi tía había sido compañera de escuela del preparador físico de la selección española, que, además, estaba concentrada en el hotel Camino Real que se encontraba a cuatro calles de mi casa. No sólo las figuras de aquel equipo (Michel, Butragueño, Zubizarreta) sino hasta los jugadores de la banca autografiaron la página correspondiente en mi revista, al pie de su retrato. Nunca en mi vida he sido tan envidiado: no sólo podía, al contrario que mis amigos, conocer las caras de todos los jugadores (incluso aquellas que nunca habíamos visto y no volveríamos a ver, como las de argelinos o paraguayos), sino que tenía los autógrafos originales de los futbolistas de un equipo al que reverenciaba y hasta una playera y un banderín suyos.

La directora de mi escuela era un personaje notable. Medía metro y medio con todo y tacones, llevaba un corte de cabello digno de la Brigitte Nielsen de los ochenta (es decir, de amazona flat top) y profesaba esa curiosa fe que es el nacionalismo revolucionario. Visitó el salón un día antes de la inauguración del Mundial y nos dejó muy clara su postura: «Cuando México pierda, vamos todos con Brasil». Una espontánea ovación respondió sus palabras. Pero Fernando, mi amigo, y yo con él, bufamos de un modo tan audible que la directora, que ya se andaba largando del aula, volvió sobre sus pasos. «Hay niños que no entienden nuestra historia y que no le van a los latinoamericanos. Niños que no saben que fuimos conquistados…». «¿Por los brasileños?», le repuso Fernando.

Por colonizados y poco solidarios, pues, acabamos los dos de pie en el patio, al sol del mediodía. Y eso que le íbamos a México.

La hermana de Fernando bailaba en el ballet folclórico de la Universidad de Guadalajara, que probablemente era el más conocido en el rubro en el país en esos días, fuera de el de Amalia Hernández. El ballet fue invitado a la ceremonia de inauguración del Mundial, que vimos en el salón repetida (y ya el lunes, porque se celebró un sábado) en un televisor a blanco y negro, diminuto y polvoriento, que llevó nuestra profesora. En un momento de la transmisión, la cámara enfocó a Adriana, la hermana en cuestión, y Fernando fue ovacionado. Aunque le fuera a Alemania. A mí nunca me tocó una de esas ovaciones.

El primer trago amargo sucedió el domingo 1 de junio. Brasil, el favorito de todos a mi alrededor, enfrentó en el Estadio Jalisco, el de mis Chivas, a España, a la que sólo le íbamos un grupito de hijos y nietos de exiliados y una muy pequeña representación trasatlántica. Lo que pasó ese día en la cancha es bien conocido. A España le anularon un gol legítimo de Michel y a Brasil le valieron uno de Sócrates en un fuera de lugar espectacular. Aunque sobre la hierba el juego fue trabado y parejo, en la tribuna la disparidad fue inmensa y sobrevino una masacre simbólica. Los tapatíos, mis conciudadanos, que llevaban un mes pronosticando la goleada, se frustraron por lo cerrado del juego y nos aventaron a la cabeza a los partidarios de España latas, lonches, bolsas de orines y todo aquello que se les ocurrió. Al menos, el señalamiento de la prensa sobre el pésimo arbitraje («¡Brasil, con ayuda!», encabezó el Esto!, diario deportivo por excelencia en la época) sirvió para que el entusiasmo de mis compañeros se enfriara un poco y para que la temida carrilla del lunes no resultara insoportable.

Pero acá lo importante es hablar de México, y México debutó el martes 3 y la profesora llevó otra vez su pequeña televisión a blanco y negro al salón. Como nadie podía levantarse de su lugar y en el aula había sesenta y siete niños, los de atrás se quedaron sin ver nada. Al minuto veintitrés, el único chiva de una selección repleta de pumas y americanistas, el central Fernando Quirarte, anotó el primer gol de los nuestros con un heroico cabezazo. Pocas veces en mi vida he brincado tanto y tanta gente me ha abrazado. Esquizofrenia pura: en dos días pasé de ser el enemigo que le iba a los gachupines, es decir, el rival de los amados brasileños, a uno más de los muchachos. Poco después, al minuto treinta y nueve, el mismísimo Hugo Sánchez anotó el segundo gol, también de cabeza. Eran los años de gloria de Hugo en el Real Madrid y, aunque resultaba obvio que su relación con el resto de los seleccionados era poco menos que pésima, el eufórico festejo de su anotación nos llevó a pensar que quizá las cosas entre ellos habían mejorado. Antes de que terminara el primer tiempo, Bélgica recortó el marcador con un nuevo cabezazo, ahora de Vandenbergh, que aprovechó una salida pésima del portero cruzazulino Pablo Larios. Pero fuera del susto y los continuos «tsssss» del segundo tiempo, porque el miedo a que nos empataran estuvo cabrón, ya no sucedió nada y México logró salir victorioso del Azteca. Recuerdo que dimos una vuelta olímpica al patio, algunos, a modo de festejo, luego de que el árbitro silbara el final.

No vi en directo el segundo partido mexicano, que se disputó el sábado 7 de junio ante Paraguay, porque justamente ese día y a esa hora, pero en mi ciudad, en el Estadio 3 de Marzo de Zapopan, España jugaba contra Irlanda del Norte. Y volvimos a ir a la tribuna. Esta vez no hubo berridos ni bombardeos de asquerosidades sobre los que íbamos con la playera roja. Y con la pequeña banda de irlandeses del norte presentes (los recuerdo como unos gigantes pelirrojos, armados con tarros de cerveza del tamaño de tabiques de construcción) hubo buen ambiente: la política anti-hooligan inglesa había contagiado al mundo entero y redoblado las medidas de seguridad, y México estaba lo suficientemente lejos como para que los fans radicales cruzaran el mar. Los que vinieron eran todos turistas simpáticos. España ya iba a arriba 2-0 luego de unos minutos y aunque Irlanda del Norte acortó, el partido terminó 2-1 y sin sufrimientos. Pero el Mundial es un momento de padecer y los sufrimientos no iban a evaporarse: volvieron a comenzar en cuanto regresamos a casa.

Era México, claro. Había tropezado. En la tele se hablaban pestes de Hugo Sánchez, que había fallado un penal. El juego de la selección comenzó bien: Luis Flores, de los Pumas, anotó apenas al minuto dos. Pero aunque México dominó territorialmente, Paraguay siempre ha sido un equipo de carácter recio. Y al minuto treinta y nueve del segundo tiempo, «Romerito», su estrella, metió un cabezazo que no alcanzó Larios y empató el partido. Los nuestros se lanzaron al frente y al minuto cuarenta y dos, Hugo Sánchez fue empujado por un defensa paraguayo en la entrada de su área y cayó. El árbitro marcó penal sin titubear. Hugo, autocoronado como el mejor jugador mexicano de todos los tiempos, y ariete, ya lo dije, del Real Madrid, pidió el balón, aunque el cobrador oficial de tiros de castigo de la selección era Tomás Boy, mediocampista de los Tigres. Y como suele suceder cuando la arrogancia es mayor que la sensatez, Hugo lo falló. Pateó débil, hacia un poste, y el arquero paraguayo lo adivinó. Era el destino. El divorcio de Hugo con la afición mexicana, que reclamaba que su nivel en la selección nunca se aproximara ni de lejos al del Real Madrid, quedó sellado para siempre.

La selección quería el primer lugar del grupo B para garantizarse un rival más débil en octavos de final y el 11 de junio, en el Estadio Azteca, de la capital, enfrentó su último partido de la primera fase del Mundial ante Irak, que venía de perder por la mínima sus dos primeros encuentros (0-1 con Paraguay y 1-2 con Bélgica). El equipo árabe fue más que rocoso: cerró todos los caminos ofensivos y no fue sino al minuto ocho del segundo tiempo que Fernando Quirarte, de nuevo, anotó el gol nacional con un tiro magnífico: sin ángulo casi y desde cerca de la línea de fondo de la cancha. Un golazo. Ya habíamos salido de la escuela ese día y el gol de Quirarte a Irak lo vi en el televisor a color de casa de mi abuela. Corrí por un pasillo y me deslicé de rodillas. Ese tanto del único chiva de aquella selección, su segundo en el Mundial, bastó para que México ganara el dichoso primer lugar del grupo, con cinco puntos, y se consiguiera un rival en teoría accesible para los octavos de final: Bulgaria.

(Al día siguiente, por cierto, España goleó 3-0 a Argelia en Monterrey y alcanzó el segundo lugar de su grupo, el D, por lo que le tocaría enfrentar en octavos a la temible Dinamarca, que venía de ganar todos sus partidos y meter nueve goles en la primera fase, seis de ellos ni más ni menos que a Uruguay. Dinamarca había deslumbrado tanto a la prensa especializada que ya la comparaban con la Holanda de 1974, la de Cruyff, un equipo clásico apodado como «la Naranja Mecánica»). Los octavos de final fueron el mejor momento de aquel Mundial. El domingo 15 de junio, en el infatigable Azteca, México enfrentó a Bulgaria, un cuadro compacto, serio, que venía de empatar en la primera ronda con Italia, el campeón vigente, y con Corea del Sur, y de perder 2-0, pero con muchos trabajos y dejándose el pellejo en el pasto, ante la Argentina de Maradona.

Pero aquel estaba destinado para ser un día eterno. Al minuto treinta y cuatro, luego de una genial combinación aérea con el americanista Javier Aguirre, el puma Manuel Negrete metió un gol de tijera asombroso, uno de los mejores en la historia de los mundiales. La televisión de mi casa también era pequeña y a blanco y negro, como la de mi maestra. He visto muchas repeticiones del gol aquel, incluso en alta definición y en pantallas digitales. Y lo he podido ver más grande pero nunca mejor que aquella mañana de domingo. Cada vez que me deprimo, lo busco en YouTube y lo veo media docena de 112 veces. Me siento mejor con la vida. Manuel Negrete fue dios durante diez segundos y lo querremos siempre por eso.

Cuando Carlos Muñoz, un mediocampista proveniente de la UANL, anotó el segundo gol en un tiro de esquina, al minuto quince del segundo tiempo, casi me pongo a llorar. Era el primer Mundial que veía con cierta conciencia (en el de 1978 tenía yo dos años y en el 1982, seis) y mi equipo acababa de clasificarse a los cuartos de final.

Nadie en aquel momento podría suponer que aquél sería el mayor logro de la selección mexicana en los mundiales de futbol hasta el día en que tecleo esto. Han pasado treinta y dos años, y México no ha conseguido superar los octavos de final de nuevo. Con constancia asombrosa, la selección ha quedo eliminada en esa ronda en 1994, 1998, 2002, 2006, 2010 y 2014. Y así es como se ha instalado, entre nosotros, la obsesión por el «quinto partido», que no ha vuelto a disputarse, justamente, desde 1986.

(España, por cierto, apaleó a la temible Dinamarca 5-1, con cuatro de Butragueño, en la Corregidora de Querétaro, el miércoles 18 de junio, y acabó con la sensación del torneo hasta ese día. Los daneses se fueron al frente y de pronto se desmoronaron. Otro partido para recordarlo siempre: otra cura para la melancolía).

Llegamos a la parte más cruda de esta breve memoria. México viajó a Monterrey para disputar los cuartos de final contra Alemania, subcampeón vigente del mundo, que no había tenido una buena primera ronda. Le ganó a Escocia 2-1 pero empató a uno con Uruguay y los ya mentados daneses les pegaron 2-0. En octavos de final, los teutones apenas habían superado 1-0 a Marruecos, un equipo en el que nadie pensaba como en un gran rival, con un gol casi al final, un zapatazo afortunado. A la prensa nacional le parecía que esos resultados mostraban un equipo frágil. Algunos aceptaban que, sí, que Alemania nos superaba ampliamente en historia y alcances, pero preconizaban que nunca como entonces se abría la posibilidad de doblarlos.

Lejos de la capital y sus disputas (antes del torneo hubo líos porque había más pumas que americanistas en la selección y al final quedaron convocados seis y seis), nos parecía que la cosa iba a estar negra, pero apostábamos por nuestro héroe: Quirarte, el defensa central de las Chivas y autor de dos goles en la primera ronda (con lo que había empatado la marca de cualquier otro jugador nacional de más anotaciones en una fase final del Mundial).

Yo me pasaba las noches imaginando que jugábamos contra Alemania y Quirarte anotaba un tercer gol. Y clasificábamos, claro. Sobre todo eso. Llegábamos a las semifinales. Y, por qué no, a la mera final. Y si Quirarte se ponía las pilas y anotaba de nuevo…

El 21 de junio llegó. Un sábado. El día comenzó inmejorablemente: Francia echó a Brasil del Mundial ante su público del Estadio Jalisco, en un partido que se prolongó hasta los tiempos extra y los lanzamientos de penales. Y los tapatíos miraron horrorizados cómo los héroes con los que se habían llenado la boca por años, es decir, Zico y Sócrates, fallaban sus tiros. El mito de la invencibilidad tapatía de los sudamericanos se terminó para siempre. La Francia de Platini no hizo gran cosa pero siempre estaré agradecido con ella: le cerraron la boca a una ciudad, la mía, que se había comprado una gloria ajena y la defendía como si la hubiera ganado por ella misma (nada contra la grandeza de Brasil, pues, pero nunca volví a ver igual a mis conciudadanos luego del cuasi linchamiento del Brasil vs España).

Para la tarde, la cosa literalmente ardía. En Monterrey los termómetros marcaban los cuarenta centígrados. El partido fue torpe, lento, tensísimo. Se fallaron jugadas que no deberían haberse fallado nunca (como nos sucede siempre), pero, en general, es verdad que se dominó a Alemania. No hubo grandes opciones, en realidad. Hasta los tiempos extra, cuando un jugador local, el Abuelo Cruz, del Monterrey, que había entrado de cambio, metió un gol que el árbitro consideró fuera de lugar. Hemos visto mil veces la repetición y nunca entendimos qué carajos marcó el silbante. Nunca he visto nada raro en la jugada. ¿A qué debemos atribuir esa cuchillada? ¿A la mala suerte que parece perseguirnos en las situaciones cruciales de nuestra historia, y con la que podemos explicar todo, desde las invasiones estadounidenses hasta la crisis del 94?

El partido terminó con empate a cero. La angustia se prolongó. Los penales llegaron, con su cortejo de mareos, rezos y crujir de dientes. Y de inmediato comenzaron los problemas: de la lista de tiradores mexicanos hubo que borrar al acalambrado Hugo Sánchez (al que, a partir de ese día, muchos acusaron de fingirlo todo y ser un cobarde).

Estaba yo en casa de unos vecinos de mi abuela, recuerdo, con los que solía jugar por la tardes. Tenían un televisor enorme en la sala. El patriarca familiar se tronaba los dedos. Nosotros hacíamos chistes bobos para entretener los nervios.

El primer mexicano en cobrar fue el inmarcesible Negrete y anotó. Lo tiró perfecto, engañó al portero. Con personalidad. Y luego, sinceramente, nos temblaron las piernas.

Vino Quirarte, el héroe. Lo cobró suave, al centro. El portero alemán alcanzó a tapar con un pie. Allí, en ese instante, se vino el derrumbe. La seguridad de que la selección mexicana no ganaría, ni ese día ni nunca más. Siguió un puma, Servín, que lo mandó a las manos del portero alemán. No hubo tiempo para más: ellos los anotaron todos. Nos jodieron. Nos jodimos.

El padre de mis amigos casi se infarta. Nunca vi a nadie mentar tantas madres en tan poco tiempo. Se acordó del árbitro, de los alemanes, de Hugo. No mencionó a Quirarte pero todos sabíamos que se moría de ganas de hacerlo.

Me fui a casa de mi abuela sin decir nada. Me escondí en el patio de atrás, con una pelota. Jugué a meter los goles que habíamos fallado y en el juego ganamos, desde luego.

Qué más decir de México 86. Nos alcanzó el destino. Allí arrancó la famosa maldición de los penales, que nos perseguiría por años incontables. (A España, por si les interesa, la eliminó Bélgica también en penales en esa misma ronda, y justo veinticuatro horas después). El Mundial, al final, lo ganó Argentina, que no llegó como favorita pero que acabó convenciendo a todos, con un Maradona superlativo.

Recuerdo con afecto México 86, pese a todo. Ahora han muerto muchos de los que me rodeaban entonces: mis abuelos, mi madre, mi tía, mi hermana. Pero aquel torneo me dejó una secuela, algo que no puedo evitar: cada vez que un mexicano va a cobrar un penal, mi mente me dice: «Va a fallarlo».

Y me volteo para no verlo errar.

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