16 de agosto de 2017

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10/05/2024

Cine/TV

¿Alguna vez piensan en la muerte?

Amparado en nuevas tecnologías, el cine industrial reciente propone que las figuras icónicas pueden rejuvenecer o volver de la muerte

Guillermo Núñez Jáuregui | martes, 15 de agosto de 2023

Imagen de 'El altar de dieciséis milímetros' (1959), capítulo de la serie 'La dimensión desconocida'

Para PNB

En su ensayo Elogio del caminar (2000) David Le Breton dedica algunas páginas a las caminatas martirizantes. Rescato los casos de los exploradores franceses René Caillié y Michel Vieuchange. Tras una larga excursión que le toma poco más de un año, casi costándole la vida y con secuelas de salud, el 20 de abril de 1828 Caillié finalmente cumple su sueño: llegar a Tombuctú. Muy pronto aparece la insatisfacción: “El espectáculo que se abría ante mis ojos”, escribe, “no correspondía a mis expectativas; me había formado una idea muy diferente de la grandeza y de la riqueza de esa ciudad; ésta no ofrece a primera vista más que un montón de casas de barro mal construidas”.

A Vieuchange le ocurre lo mismo cuando, en 1929, decide ser el primer europeo en “adentrarse en un lugar invadido por ladrones del desierto, que se sitúa entre el sur de Marruecos y Mauritania”: la ciudad de Smara. Las enfermedades, los maltratos y los robos se suceden antes de que alcance su destino. Lo que encuentra en 1930 “es una ciudad muerta, con unas cuantas casas”. No permanece en ella más de tres horas, pero antes de irse tiene un sueño: “Debía marchar hacia Smara. Un viajero que lo precedía lo reconoce de pronto: René Caillié, ambos están felices de encontrarse. Entran juntos a la ciudad, pero ésta es una especie de pedregal envuelto en abundantes telarañas”. Poco tiempo después Vieuchange muere de disentería.

La imagen del sueño de Vieuchange me recordó una de las convenciones de las películas de aventuras. En Indiana Jones y los cazadores del arca perdida (1981) el tesoro se encuentra en una cámara llena de arena, serpientes y momias. Para dar con el santo grial de Indiana Jones y la última cruzada (1989) el arqueólogo debe atravesar un desierto hasta llegar a un templo olvidado por el tiempo, lleno de telarañas y trampas. Algo similar ocurre en Indiana Jones y la calavera de cristal (2008), cuando vuelven las momias; en Indiana Jones y el dial del destino (2023) son insectos, gas metano y una tumba. Sólo en Indiana Jones y el templo de la perdición (1984) el objeto buscado se encuentra en un lugar vivo, pero es lo mismo, porque quienes allí moran rinden culto a la muerte. La fantasía de estas películas es que el trayecto de las aventuras –a menudo identificadas con la vida misma– no desemboca necesariamente en la insatisfacción, la enfermedad o la muerte, sino en una recompensa de corte sobrenatural; sea en la forma de justicia divina, piedras mágicas, elíxires sanadores, conocimiento fuera de este mundo o viajes en el tiempo.

El tema crepuscular es parte de la trama de la más reciente entrega: el arqueólogo se encuentra al final de su vida y lo ha perdido todo, su trabajo, su padre, su hijo, su matrimonio. Su estado es tal que las fuerzas nostálgicas resultan la tentación última. Su obsesión por regresar objetos preciados a museos lo carcome finalmente: también él, Indiana Jones, desea permanecer en el pasado. El tema se expresa de otra forma, además: la primera vez que vemos al personaje, interpretado por el octogenario Harrison Ford, su rostro ha retrocedido en el tiempo. No es la primera vez que vemos algo así, por supuesto. Para algunas escenas de El curioso caso de Benjamin Button (2008) el rostro de Brad Pitt fue rejuvenecido digitalmente; en Capitán América: el soldado del invierno (2014) ocurrió lo mismo con el de Robert Downey Jr.; en Rogue One: una historia de Star Wars (2016), el de Carrie Fisher; el de Sean Young, en Blade Runner 2049 (2017); en Géminis (2019), el de Will Smith; y en El irlandés, del mismo año, los de Robert De Niro y Al Pacino.

Generaciones de espectadores se han acostumbrado a ver rostros rejuvenecidos por el arte del maquillaje o el uso de distintos actores, aunque ello implique, para muchos, variaciones en los grados de incredulidad o inverosimilitud. Si uno vuelve a ver Una vez en América (1984), por ejemplo, molesta menos ver la aplicación de maquillaje en el rostro de Robert De Niro o James Woods que atestiguar que Deborah Gelly de niña (interpretada entonces por Jennifer Connelly) creció para convertirse en Elizabeth McGovern. Algo similar ocurre con las máscaras digitales: vemos el rostro rejuvenecido de Harrison Ford pero también estamos atentos a un cuerpo con dedos inquietos, o rodillas claramente débiles en el andar de De Niro, a pesar de su rostro rejuvenecido.

Estos maquillajes y efectos especiales son tratados con distintas narrativas y nomenclaturas. Recuerdo cuando era común escuchar (en el detrás de cámara de alguna producción) que se hablaba de “talleres” de artistas y escultores, en tándem con términos sofisticados como “efectos especiales” o “VFX”. Hoy se habla más bien de programadores, pero sobre todo de imágenes creadas por computadora, algoritmos, inteligencias artificiales, máscaras digitales, FaceSwap… Los creadores –generalmente de inclinaciones liberales– que usan estos términos señalan que estas herramientas pueden ser usadas creativamente pero advierten sobre sus peligros (como hizo Jon Favreau en un detrás de cámaras de la serie The Mandalorian, en la que en algunas escenas se puede ver a un Mark Hamill joven). En efecto, la misma tecnología de reconocimiento facial está al servicio de la vigilancia global, y se conocen los graves problemas en derechos humanos que sus márgenes de error pueden causar.

También se ha discutido el impacto que estas tecnologías tienen en el trabajo mismo de los creadores, como recientemente lo han hecho los sindicatos de guionistas y actores de Hollywood, haciendo eco de una discusión de al menos veinte años. De Transparecy of Spectacle (1998), de Wheeler Winston Dixon: “El muy reciclado Humphrey Bogart fue tomado de un clip de Sirocco (1951) e introducido en una estación de policías para El último gran héroe (1993). Sin duda los herederos de Bogart aprobaron el uso de la imagen del actor. Pero ¿qué hubiera pensado el mismo Bogart del uso de su presencia icónica? Hace algunos años una serie de comerciales para refresco utilizaron las imágenes de Cary Grant, los hermanos Marx, Marilyn Monroe y otras celebridades fallecidas para vender sus productos; recientemente, imágenes recicladas de Fred Astaire han sido usadas para vender aspiradoras Dirt Devil, y algunas escenas de viejas películas de John Wayne han sido manipuladas para vender cerveza”. El hilo argumentativo de Winston Dixon continúa hasta advertir sobre el riesgo de las imágenes digitales para los trabajadores: podrían hacerse películas, advierte, sin directores, actores, diseñadores de sets, vestuaristas, fotógrafos, extras, asistentes de dirección, etcétera.

Como espectador, uno tiene la impresión de que estamos llegando a un pedregal lleno de telarañas: pareciera que los cines hubiesen sido abandonados, disminuidos por la explosión de servicios de transmisión de paga durante la pandemia (¿hay cine ahí o sólo “contenido”?). Apenas este verano volvieron algunas cintas taquilleras que atrajeron masas a las butacas, pero incluso sus temas tienen algo de mortuorio (la bomba atómica, la muñeca de plástico). Me parece que estos momentos de crisis ayudan a volver a tratar la manera en que hablamos del cine. Me inquieta el término utilizado por Winston Dixon a propósito de Bogart: “presencia icónica”. Tiene el aroma de la religión, que me parece inadecuado para discutir una actividad artística. Veo una doble hélice aquí: una obsesión por la juventud (típica crítica al Hollywood de las cirugías plásticas y el botox), pero también un deseo de endiosamiento o salvación.

Me recuerda ese título perfecto del cuarto episodio de La dimensión desconocida: “El altar de dieciséis milímetros” (1959), sobre una mujer que queda voluntariamente atrapada (y rejuvenecida) en una película. La voz de Rod Serling al inicio del mismo: “La imagen de una mujer mirando a su propia imagen. Ídolo de otros tiempos. Brillante estrella de un firmamento que hoy ya no es parte del cielo. Eclipsada por el movimiento de la Tierra y el tiempo. Barbara Jean Trenton, cuyo mundo es un cuarto de proyección, cuyos sueños están hechos de celuloide. Barbara Jean Trenton, atropellada por los años y yaciendo en el pavimento infeliz, intentando desesperadamente anotar las placas de la fama efímera”.

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