16 de agosto de 2017

La Tempestad

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10/05/2024

Pensamiento

A favor de lo bueno, en contra de lo malo

Columnas de opinión y programas de televisión parecen girar sobre la creación de consensos, pero ¿es esa la tarea de los artistas?

Nicolás Cabral | jueves, 20 de agosto de 2020

Diego Luna en 'Pan y circo', su programa en Amazon Prime Video

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Uno creía que el arte, y específicamente la literatura, era el espacio para pensar desde otro lugar. Que la larga tradición de escándalos asociados a las obras innovadoras decía algo sobre la libertad del discurso artístico, cuyas categorías son distintas a las del poder. Pero nos hemos ido convenciendo de otra cosa, y ahora los escritores (o los músicos o los chefs, da igual) son llamados a opinar en las páginas de los diarios. (Especialmente si cuentan con un número razonable de seguidores en redes sociales.) El debate público ha ganado poco; la literatura, nada.

“Quisiera tener una columna en un periódico o blog en una revista y cobrar por decir que estoy a favor de lo bueno y en contra de lo malo”, apuntó alguna vez con ironía Édgar Yepez. La opinión no produce pensamiento, pero forma consensos. (A veces genera tráfico en el sitio.) En su devenir intelectuales, los artistas no han sabido o no han querido entender su práctica como producción de desacuerdo, es decir, como posibilidad de ejercer una retórica distinta a la del Estado. El asunto no es nuevo. Ricardo Piglia señaló en 1987, en una de las entrevistas reunidas en Crítica y ficción: “Los intelectuales hablan como si fueran ministros. Se habla de la realidad con el cuidado y el cálculo y el tipo de compromiso y el estilo involuntariamente paródico que usan los que ejercen directamente el poder […] ¿Por qué voy a tener que pensar yo con las categorías del ministro del Interior?”.

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Pasemos ahora a la “nueva” televisión. El actor Diego Luna, junto a un equipo de profesionales con buenas intenciones, ha lanzado una serie, Pan y circo. El anfitrión convoca a un grupo de gente a hablar de un tema, mientras los chefs de siempre sirven delicados platillos. Se ha tenido el cuidado de reunir a personas que piensan más o menos lo mismo –incluso funcionarios públicos– a discutir los temas de la agenda, digamos, progresista. Los participantes, faltaba más, están a favor de lo bueno (la legalización de las drogas, la despenalización del aborto, los derechos de los migrantes) y en contra de lo malo (la violencia machista, el calentamiento global, el racismo).

Aclaro, por las dudas, que coincido con esas posiciones. Pero ¿qué sentido tiene leer una columna o ver un programa que valida mis convicciones en lugar de problematizarlas? ¿Y si fueran capaces de sacudir nuestras certidumbres? No se trata de invitar a la cena a un supremacista blanco, sino de sacar la vista del plato y mirar debajo de la mesa. Hace falta una nota discordante, la mueca asqueada de alguno de los comensales. Un sillón menos cómodo, algo que nos descoloque, que haga pensar. Pongámoslo en términos banales, ya que hablamos de televisión: el consenso es aburrido.

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En un momento en el que incluso los poemas y las novelas tratan los mismos temas que las columnas de opinión –corrupción, violencia, migración, pronto pandemias–, con un lenguaje además no tan distinto, uno termina prefiriendo la sinceridad de los “malos”. Al menos ellos, cuando se sacan la piel de cordero, cuando nos hacen gritarle a la pantalla, nos obligan a revisar nuestras reservas argumentales.

Una secuencia de la quinta temporada de Billions resulta ilustrativa. Dos multimillonarios se sientan a discutir la necesidad de un nuevo capitalismo. Michael Prince, el anfitrión, habla de “devolver” algo a la sociedad gracias a la cual se han enriquecido. De forma no tan sorprendente, pues es un tema central en nuestros días, habla de que ha podido hacer tanto dinero gracias a su privilegio. Pero Bobby Axelrod, que viene de la pobreza, no acepta los términos: “Yo no hago como que soy un tipo normal que tuvo suerte. Soy un monstruo, un jodido monstruo carnívoro. Era el éxito o el olvido para mí”. Un capitalista sin culpa y, sobre todo, sin hipocresía. Es decir, un enemigo respetable. El sistema al desnudo, el lucro como único motor.

A favor de lo bueno, en contra de lo malo: repetirlo nos hace sentir menos culpables, pero también nos adormece. ¿Qué escritor en activo podría armar con sus columnas un volumen como Los libros de la guerra, de Fogwill? Un libro que nos asombre y nos irrite, que nos haga gozar con el texto mientras nos pone contra las cuerdas. “A nosotros, que no somos ni caballeros de la fe ni superhombres”, escribió Roland Barthes, “sólo nos resta, si puedo así decirlo, hacer trampas con la lengua, hacerle trampas a la lengua”. En esta época de juicios morales antes que estéticos, lo que uno espera de un artista no es que cambie de tema, es que cambie la sintaxis.

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