16 de agosto de 2017

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Literatura

Historia personal con la máquina de escribir

Un ensayo breve sobre las máquinas de escribir como instrumentos musicales, parte del paisaje sonoro o detonadores de la memoria

Alejandro Badillo | miércoles, 10 de mayo de 2023

Fotografía de huanshi en Unsplash

Tengo una obsesión con las máquinas de escribir. Mi generación –los nacidos entre el final de la década de los setenta y principios de los noventa– tuvo que sortear cambios tecnológicos en muy pocos años. Aún recuerdo, en la secundaria, cargar con el estuche en el que estaba la máquina de escribir. Era pesada, por supuesto, pero había cierto orgullo en llevarla e ir al taller de mecanografía en el que dominé la ubicación de las teclas después de unos meses de práctica. Recuerdo que nos ponían una tela negra en el teclado y metíamos las manos debajo para comenzar a escribir. Después –antes de la llegada de las primeras computadoras a México– existió un paso intermedio: la máquina de escribir eléctrica; sólo tenías que pulsar levemente una letra o un número para que el mecanismo actuara como un latigazo sobre la hoja de papel. Había, entre el teclado y el rodillo, una pequeña pantalla que te permitía ver la frase antes de echar a andar la avalancha de palancas que formarían una frase completa en tu texto. Era, por así decirlo, una imprenta en miniatura.

En el universo nostálgico de las máquinas de escribir hay un tipo con el que tengo un recuerdo especial: las que son usadas, todavía, en los hospitales. Tengo a mi lado, mientras escribo estas líneas, uno de aquellos modelos, una máquina Remington Noiseless Portable hecha especialmente para médicos. Es un artilugio de metal negro, casi aerodinámico comparado con sus antecesoras, que usó el abuelo de mi esposa, pediatra que vivió una época en la cual estos aparatos eran la última moda. La usamos como una especie de fetiche y, en algunas ocasiones, escribimos algo ahí. Cuando resucitas este tipo de ritual te das cuenta del esfuerzo físico que implica imprimir una frase a través de esas piezas de metal brillante. Es curioso que la empresa Remington, famosa por la producción de rifles y otras armas de fuego, incluyera en su catálogo la máquina de escribir. Cada impulso en el teclado es como un disparo en la llanura blanca de la página. El escritor es un cazador que se mueve entre palabras escurridizas y acaso salvajes. Martín Luis Guzmán, por el contrario, veía en su Remington un instrumento musical que producía auténticas sinfonías.

En las visitas que tuve en el hospital, acompañando a mi madre enferma de cáncer, recuerdo sonidos e imágenes antes que frases o anécdotas elaboradas. Uno de los sonidos que me vienen a la mente es, precisamente, el tecleo constante de las enfermeras en sus herramientas, quizás herederas directas de la Remington que tengo en casa. En el hospital, acompañando a un enfermo, no puedes dormir. Estás en una silla, intentando distraer la mente, en lo más profundo de la noche, mientras te rodea el sonido de las máquinas y el barullo lejano de la ciudad. No existe la noche en los hospitales porque los pasillos siempre están iluminados y eres testigo del paso del tiempo gracias al cambio de guardia de las enfermeras y al resplandor de la mañana que entra por las ventanas que están al final del pasillo. Es, justamente, la luz perenne, una de las cosas que marcaron mis estancias en el hospital, un edificio de varios pisos cerca del centro de la ciudad de Puebla. Con el murmullo de los pacientes y el tecleo en las máquinas –quizás la espera del médico de guardia para la revisión de rutina y la bandeja con el desayuno– se crea una normalidad artificial, la única que puede existir en esos lugares. A veces iba hasta las largas ventanas y miraba a la ciudad como si fuera una maqueta. El hospital era, entonces, un mirador o un barco con habitantes sujetos a diversos tipos de contrariedades –de pausas sustantivas– que buscan, a través de la observación al exterior, algún signo que les permita adivinar cuándo saldrán de ahí. Las vidas de los peatones y automovilistas siguen su ritmo normal, mientras tú estás en un limbo, un espacio marcado por el ritmo de las máquinas de escribir que, a su manera, también hacen pausas, aunque más diminutas y nerviosas. La escritura en uno de estos aparatos adquiere un tono definitivo –como uno de los diagnósticos devastadores que se dan todos los días en un hospital– en contraste con la volatilidad eléctrica de una pantalla.

El tecleo de una máquina de escribir en un hospital casi siempre es un misterio. No sabes si están redactando el informe del día, una receta o un comunicado que trastocará la vida del paciente que tienes al lado, a unos centímetros de distancia, atrás de una cortina que apenas puede proteger su intimidad y, acaso, sus temores verbalizados cuando explora su propia soledad. En “Los visitantes”, cuento de Jesús Gardea, un personaje llamado Arévalo está en una batalla con la máquina de escribir. Nunca se sabe lo que está tecleando. En una parte del cuento el narrador transforma el mecanismo de escritura en una suerte de forja de la que salen chispazos y fuego. El escritor suda y se enfrasca en una lucha con el teclado, el rodillo y la estructura de metal que tiene enfrente. Es un diablo en un territorio que arde y amenaza derrumbarse. En la parte final del cuento hay una observación: Arévalo está tecleando desde hace mucho y no ha cambiado la hoja. ¿Está fingiendo? ¿Es una escenificación de la locura? ¿Se le ha acabado la cinta y sólo puede seguir moviendo los dedos? Esta puesta en escena es, quizás, una de las historias más inquietantes protagonizada por una máquina de escribir.

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