16 de agosto de 2017

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Literatura

Sobre la memoria literaria

¿Recordaremos antes de morir las mejores páginas que hemos leído? Gabriel Rodríguez Liceaga se lo pregunta en esta columna

Gabriel Rodríguez Liceaga | miércoles, 24 de noviembre de 2021

Fotografía de Patrick Tomasso en Unsplash

Nabokov decía que los lectores somos todos unos amnésicos.

Houellebecq opina que uno no recordará del total de su vida más de lo que recuerda de un libro que haya leído. Esta cita no es textual, la anoto bastante manoseada.

Quizá antes de morir uno ve pasar frente a sus ojos los mejores momentos que leyó en vida.

Si en medio de la noche un ángel o un demonio se me apareciera ofreciéndome tres deseos… el segundo sería, obvio, una inaudita memoria literaria: recordar al pie de la letra todo lo que he leído. Y no para alardear en las mesas concurridas, más bien para no sentirme tan desamparado ciertas noches. Para abrazar con mi corazón la línea exacta que me devolverá la calma esa madrugada. ¡Caray! Las noches son abismos hondísimos.

Ireneo Funes está chavo y comete errores. A él, precisamente, le pasa algo muy similar a lo que en el párrafo anterior yo ambiciono: no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. En su caso, aquello más bien es una condena.

Pienso en la comunidad que aparece al final de Fahrenheit 451. Personas que han decidido transformarse en el libro memorizado de su elección. Más de una vez me he preguntado cuál elegiría yo.

Hay por lo menos siete inscripciones ocultas en las paredes de mi casa, todas las anoté intoxicado por chupes de diferente gentilicio y con plumón indeleble. La más reciente está escrita detrás de una pila de libros pendientes y dice: “A la literatura la traduce el recuerdo”. Juro que a veces siento cómo pierdo la memoria. Y es como vaciarse. Yo no extraño ciertas pieles, ciudades, aromas o zapatos, lo que me duele es no acordarme del párrafo inicial de un libro que leí la semana pasada. Vivimos en un momento histórico en que todo está diseñado para menospreciar el instante, la tecnología le tiene un inexplicable rencor a la memoria. Las cámaras fotográficas recaudan miles de fotografías pero la gente es incapaz de enumerar diez momentos valiosos en sus vidas. Es complicado. Si de todas maneras a mí se me exige que realice tal listado, sin duda referiría lo poco que he retenido de ciertos libros: la literatura traducida en recuerdos.

Para mí:

Cuando Antínoo, montado en su caballo a toda velocidad, se ladea para tomar agua de río entre sus manos y ofrecérsela en la boca a Adriano. La ocasión en que John Singer se mata. La fiesta de las balas y la masacre a batazos en ¿Por quién doblan las campanas? También cuando le cosen las extremidades y orificios a El Mudito. Esas últimas tres literalmente me revolvieron el estómago. El verso: “Fluyen ríos sonámbulos”. Cuando Piel Divina tajantemente dice que se ha acostado con todos los poetas de México. Los tripulantes del Pequod estrechándose las manos recubiertas con grasa de ballena. El envío de Used Words. El capítulo “Nieve” en La montaña mágica. Las hormigas obsesionadas por conseguir un prodigioso miligramo. Y las hormigas que bailan casi al final de La novela luminosa de Levrero. Guacarear la Manzana de la Sabiduría como propone Teddy. Todos los alumnos burlándose de Charles Bovary nada más porque sí. La página en Desgracia donde se pierde por completo e irrevocablemente el supuesto equilibrio entre hombres y mujeres. Etcétera, etc. Legión de etcéteras.

Les juro que no pretendo ser fatuo. De hecho estoy seguro de que mi pecado es la inexactitud. Ya veré por cuánto tiempo consigo darle cubil a tanta maravilla. Me resulta relajante pensar que a los cincuenta años aún me faltarán muchísimas cosas por leer.

Por cierto, cumplo 41 esta semana.

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