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Literatura

La crítica, otra vez

Desde hace décadas se habla de la decadencia de la crítica literaria, pero ¿tiene alguna función en el actual paisaje cultural?

Nicolás Cabral | miércoles, 21 de julio de 2021

Fotografía de Tim Wildsmith en Unsplash

No hace falta ocuparse del último microescándalo en las redes sociales para hablar de la crisis de la crítica literaria. Su legitimidad ha sido cuestionada desde sus orígenes, en el siglo XVIII, y basta asomarse a las páginas finales de un libro de 1984 para entender que el problema es viejo: “Hoy en día, aparte de su función marginal en la reproducción de las relaciones sociales dominantes a través de las instituciones académicas, la crítica ha quedado despojada casi por completo de su raison d’étre. Ya no se ocupa de tema alguno de interés social sustantivo, y como forma de discurso casi por entero se autovalida y se autoperpetúa”. Luego de leer estas líneas de Terry Eagleton en La función de la crítica uno tiene nombres en la punta de la lengua.

Es meramente nostálgico, y por lo tanto inútil, lamentarse por la desaparición de las revistas y los suplementos culturales en los que, con calidad variable, se alojó la crítica literaria en las décadas pasadas. Al tiempo que aniquiló a una industria de la que muchos vivíamos, Internet desestabilizó las jerarquías y permitió a cualquiera publicar sus juicios. Salvo para el marqués de Vargas Llosa, esto último es de celebrarse. Pero, más allá de la relativa libertad que se respiró en los primeros blogs, la cuestión rápidamente se orientó a la inmediatez de las redes sociales. Hemos olvidado el dictum de McLuhan: el medio es el mensaje. En Twitter no importa lo que se dice, importa que se diga en 280 caracteres con una eficacia que permita la gratificación instantánea a través de retuits y “me gusta”. La retórica tuitera no tiene otro objetivo, está plenamente inscrita en la lógica del mercado.

La función del crítico contemporáneo, escribió Eagleton hace casi cuatro décadas, es oponerse al dominio mercantil “volviendo a conectar lo simbólico con lo político, comprometiéndose a través del discurso y de la práctica con el proceso mediante el cual las necesidades, intereses y deseos reprimidos puedan asumir las formas culturales que podrían unificarlos en una fuerza política colectiva”. Para eso se necesitan palabras e ideas, con independencia del soporte. Visto así, rara vez encontramos ejemplos de crítica en la industria cultural, donde predominan los ejercicios de relaciones públicas. Hagamos, entonces, una distinción: la crítica no trata al libro como producto, por lo que no engendra frases publicitarias.

El escritor o la escritora contemporáneos recelan de la crítica, prefieren las entrevistas y los artículos, especialmente si incluyen fotos. En los ámbitos donde domina el lenguaje estereotipado, las frases de figuras públicas que podrían caber en el cintillo del libro, no se corre el peligro de que alguien se ocupe de la escritura. El producto es el autor, el volumen es apenas un accesorio de temporada que, si se tiene suerte o el músculo mercadológico de un corporativo editorial, engrosará las listas de lecturas para el verano. Al crítico le toca hoy, entonces, una tarea ingrata: tratar a los libros como literatura. Lo que significa ocuparse de su forma, establecer relaciones con la tradición y, ay, “conectar lo simbólico con lo político”.

Pero, después de todo, ¿hay lectores para la crítica literaria? Pese a que ahora podemos medir el número de personas que se asoman a un texto, resulta evidente que no se lee crítica per se, sino sobre un libro determinado. Y más si, desde la difusión en redes, se insinúa una masacre. Sabemos que, pese a la tendencia a cuantificarlo todo en términos de mercado, son las minorías lectoras, sedientas de ideas, las que mantendrán la llama encendida.

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