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Literatura

La racionalidad televisada

Platicamos con Héctor Toledano sobre su última novela, ‘Lara’ (Grijalbo), que cierra una trilogía sobre la Ciudad de México

Guillermo Núñez Jáuregui | viernes, 28 de julio de 2017

Héctor Toledano retratado por Sandra Toledano

El tríptico de novelas de Héctor Toledano (Ciudad de México, 1962), que tiene a la capital mexicana como presencia central, se completa con su libro más reciente, Lara (2017). Precedida por Las puertas del reino (2005) y La casa de K (2013), Lara se desmarca al presentar un relato realista en clave de thriller político: un estudio de personaje sobre la decadencia moral de su protagonista, un comentarista político con ínfulas intelectuales que trabaja en la televisión (no en vano, el protagonista lleva el nombre de una de las náyades romanas –caracterizada por ser una bella charlatana– que fueron condenadas al inframundo).

En el relato conocemos a Martín Lara cuando ya está establecido como un periodista cultural con cierta influencia en el entorno mexicano, pues trabaja para una de las televisoras más importantes del país, como explica el escritor mexicano: “Uno de los temas centrales de la novela, el entorno donde se mueve el personaje principal, es el mundo de la televisión, visto como pieza fundamental de una especie de maquinaria mediática que fabrica la ‘realidad’ para consumo público. El funcionamiento de esa maquinaria, me parece, es extremadamente complejo y por lo tanto no resulta fácil simplificarlo ni creo que convenga hacerlo. Parte de su complejidad, a estas alturas, radica en que no se limita a producir un sólo mensaje arrollador, a la manera soviética o de nuestro PRI de antes, sino que proyecta una imagen de pluralidad, que es en parte real y en parte ficticia, lo que la vuelve mucho más efectiva y difícil de descalificar”.

La cercanía de la novela con la realidad mexicana es inquietante: contamos con intelectuales públicos, algunos mediatizados, pero su capacidad para incidir en la política real parece ser casi nula. Apenas se comentan hechos, a veces de manera cómplice con el poder. Por supuesto, Lara recupera algunas de las convenciones pesimistas del noir o el thiller político: “Mi convicción (y la de la novela) es que el propósito de esa maquinaria mediática no responde en ninguna medida relevante a la búsqueda de la verdad y que sus componentes fundamentales están estrechamente ligados a la dinámica política del poder. El papel de los intelectuales en dicho mecanismo –en un sentido amplio, la mayoría de las personas que participan en él lo son– sería también muy complejo de analizar a fondo y la novela en realidad no se lo propone (más bien usa ese ambiente como escenario y pretexto). A fin de cuentas, es una novela pesimista, como señalas, así que lo que postula, a grandes rasgos, es que con ese monstruo siempre vas a perder, que por buenas que puedan ser tus intenciones siempre vas a acabar apuntalando intereses que tal vez ni siquiera vislumbras”.

Si Las puertas del reino y La casa de K retomaron elementos imaginativos de la ciencia ficción con guiños distópicos, en Lara parece operar un movimiento pendular, pues opta por el camino realista de la novela negra (que busca “reflejar” la parte criminal –y algunos dirían, más real– de nuestro entorno). Con todo, hay una continuidad, al menos de La casa de K a Lara: el narrador de la primera y el protagonista de la segunda inician como cínicos desapegados, interesados en cotos de poder y en complacer a sus superiores, hasta que se descubren moralmente implicados. “Yo siempre he visto las tres novelas como parte de un ciclo, cuyo eje aglutinador es la Ciudad de México”, explica Héctor Toledano.

“La ciudad es muy distinta en cada una de ellas, pero en todas tiene una presencia prominente y actuante. Cada libro se ocupa a su vez de temas diferentes y por eso cada uno tiene un tratamiento distinto, el que a mí me pareció que mejor correspondía con su tema. El tema central de Lara, en efecto, es el derrumbe moral de su protagonista y siempre creí que ese tema reclamaba un tratamiento realista. Pensé que al ubicar la historia en un escenario fácilmente reconocible y ligarla con eventos conocidos por todos, su mensaje tendría mayor impacto, en la medida en que estaría más cerca de la experiencia directa del lector. Otro elemento común a las tres obras, aunque no tan evidente, es un cierto escepticismo con respecto al lenguaje, tanto como vehículo de comunicación interpersonal cuanto como herramienta objetiva para representarnos la realidad que nos rodea. Esa crítica al lenguaje conduce de manera natural a una crítica de la racionalidad misma y de lo que la ideología de la modernidad nos tiene condicionados a esperar de ella. Creo que esa es una de las crisis medulares de la cultura en nuestro tiempo”.

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