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Madre e hija, hija y madre

‘Pequeña mamá’, la película más reciente de Céline Sciamma, es una meditación sobre las maternidades y sus límites, miedos y puntos ciegos

Sergio Huidobro | miércoles, 30 de marzo de 2022

Fotograma de 'Pequeña mamá' (2021), de Céline Sciamma

En algún momento hacia mediados de los años ochenta, en una urbanización tranquila y boscosa a media hora de París, una niña de ocho años y sus padres llegan a vaciar una casa recién deshabitada. Es la casa de la abuela de Nelly –la chiquilla– y madre de Marion, quien acaba de morir en una casa de retiro tras una larga enfermedad crónica que desgastó sus huesos hasta la inmovilidad. La vivienda, mucho antes de aquello, fue la casa de infancia de la propia Marion, quien primero hija única y ahora madre –huérfana de madre– de otra hija única, enfrenta el vaciado de la casa con un peso silencioso por una tristeza antigua, silenciada y largamente reprimida.

De pronto la madre se va, vencida por las memorias. En soledad, la niña encuentra compañía en una vecina de su edad que lleva el nombre de su madre. Construyen un refugio con ramas; al final, son amigas. Nelly conoce la casa de Marion y ésta resulta ser una versión ligeramente distinta de la de su madre. Marion vive con su madre, una mujer de media edad que vive con la misma enfermedad que carcomió a su abuela y, con ello, la relación con la madre cuando ésta aún no era madre, sino hija.

Céline Sciamma

Fotograma de Pequeña mamá (2021), de Céline Sciamma

Todo esto queda dibujado con precisión y misterio, con silencios y miniatura formal, durante los primeros minutos de los 72 de Pequeña mamá (2021), quinto largometraje de Céline Sciamma, estrenado en la 71º Berlinale y sucesor casi inmediato del hirviente retablo provincial Retrato de una mujer en llamas (2019). Al estar filmada en la misma urbanización de Cergy-Pontoise en donde la cineasta creció y situada hacia mediados de los años ochenta –el mismo período en el que Sciamma tuvo la edad de Nelly–, los espectadores atentos y psicoanalíticos podrían confundirla con una autobiografía en clave. Pero es algo más sutil y expansivo que una confesión personal. Tampoco podría presentarse como una historia de fantasmas o viajes en el tiempo, aunque algo tenga de ambas cosas.

En el fondo, a pesar de sus valientes riesgos temáticos y su intrigante paseo por lo fantástico, Pequeña mamá es una película de Céline Sciamma, lo que equivale a decir que es un cuento donde dos mujeres se encuentran una en la otra durante un proceso paralelo de cambio y descubrimiento, reflejándose y construyendo, en privado, una especie de cuarto propio compartido. La habilidad de la guionista Sciamma para dibujar en pocos trazos el interior de mujeres jóvenes, casi siempre adolescentes o niñas, suele estar acompañada por un paisaje sensible de los entornos que habitan o que las excluyen, orillándolas a construirse mundos propios en los que no caben los adultos (Girlhood, 2014; La vida de Calabacín, 2016), lo masculino (Retrato de una mujer en llamas), el deseo heteronormal (Lirios acuáticos, 2007) o ninguna de las tres cosas (Tomboy, 2011).

Céline Sciamma

Fotograma de Pequeña mamá (2021), de Céline Sciamma

Pequeña mamá toma un desvío por demás peculiar para contar el descubrimiento mutuo de una madre y su hija como iguales. Al reconocerse no desde la jerarquía natural de la maternidad sino en la complicidad horizontal de los juegos de roles, las protagonistas (las gemelas Joséphine y Gabrielle Sanz) construyen una relación asentada en una especie de sororidad infantil, intuitiva y abierta a una capacidad de asombro infinita, que les permite aceptar su coexistencia en el tiempo con la misma naturalidad liviana con la que, en otros momentos, juegan a cocinar crepas, ser adultas o imitar a personajes de televisión. La amistad fugaz de su encuentro no produce desconcierto sino curiosidad mutua y, finalmente, una inesperada catarsis que aumenta su hondura al producirse entre dos niñas que rondan los ocho años: “Tú no inventaste mi tristeza”, le dice una a la otra, y en ese diálogo breve y misterioso está la llave que abre la puerta final de Pequeña mamá: un sendero hacia el perdón cubierto por maleza, en espera de ser descubierto.

El truco más hábil de su puesta en cámara es, de hecho, invisible: al no añadir ninguna dimensión esotérica, alegórica ni falsamente infantil a lo que vemos, ateniéndose a un naturalismo estricto, nuestra rápida inmersión en la mirada infantil nos induce a aceptar como real una premisa que fácilmente podría ser tomada por absurda pero que, despojada del barniz de la magia o la comedia, aparece como lo que es: una meditación sobre las maternidades y sus límites, miedos y puntos ciegos, así como los silencios autoimpuestos por madres e hijas por igual para inhibir una verdad que debería ser evidente, que madre e hija son también hija y madre, y ambas comparten algo más que un lazo de sangre o memoria común: la experiencia universal de su género.

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