16 de agosto de 2017

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03/05/2024

Cine/TV

Eugenio Polgovsky (1977-2017)

Gonzalo de Pedro Amatria | miércoles, 16 de agosto de 2017

El viernes 11 de agosto falleció el cineasta mexicano Eugenio Polgovsky, a la edad de 40 años, en Londres. El director, que nació en 1977 en la Ciudad de México, estudió dirección y cinefotografía en el Centro de Capacitación Cinematográfica. En 2004 fundó la productora Tecolote Films. Polgovsky realizó cuatro largometrajes: Trópico de Cáncer (2004), Los herederos (2008), Mitote (2012) y Resurrección (2016). El creador fungió como catedrático en el Trinity College de Cambridge desde 2015. A continuación presentamos el ensayo «Cine sensorial y político», recuperado de La Tempestad 89 (marzo-abril de 2013), que aborda sus tres primeros filmes.

 

Sin pedir perdón

 

En muchas de las entrevistas que dio a propósito de su primer largometraje, Trópico de Cáncer (2004), Eugenio Polgovsky, o en su defecto el periodista, se ve en la obligación de explicar que se trata de una película sin voz en off, sin una narración clara. A manera de disculpa. Con cierto tono de alarma, Polgovsky, pero sobre todo sus entrevistadores, reseña la película haciendo mención de esa ausencia, un rasgo de estilo que el tópico ha terminado por asimilar al documental: explicativo, conductor y centrado en dar razones del mundo, en ofrecer respuestas y explicaciones a los espectadores acerca de lo que la cámara filma. Perdón: no hay voz en off. Perdón: en esta película no encontrarán respuestas ni juicios sobre la pobreza y la explotación en los más profundo de un país latinoamericano. Perdón, perdón.  

 

Pero el cine de Polgovsky no pide disculpas ni permiso para lanzarse a una exploración artística tan formal como política, que entiende el documental en su faceta menos obvia y evidente, huyendo, cómo no, de aquello que todavía muchos reclaman al documental para acercarse a un cine que plantea más preguntas que respuestas, y que se enfrenta a lo real, no con ánimo de un cura predicador sino con la curiosidad de quien sabe que no hay más certezas que lo físico, lo táctil, aquello que se puede tocar. Y quizá tampoco eso.  

 

A modo de genealogía

 

Podríamos vincular a Polgovsky con esa cohorte de cineastas y películas que han entendido al documental como una empresa caritativa, un intento de acallar las malas conciencias occidentales a través del retrato de las miserias del mundo. Cineastas que, como dice Mike Zryd, no hacen sino alimentar lo que él llama «la fantasía documental», esa idea tan extendida, y tan falsa, de que arreglamos los problemas del mundo viendo documentales sobre ellos. Y podríamos relacionar a Polgovsky con esa línea de películas tan fructífera e inútil de películas bienpensantes, pero estaríamos equivocados. Su cine pertenece a una estirpe mucho más agreste de películas que no se arrogan la capacidad de cambiar el mundo, y que, en un gesto de humildad, se contentan con ofrecer un retrato incompleto, personal, subjetivo y tentativo de un pedazo de realidad. A veces ni eso.

 

En realidad, con quien habría que establecer un vínculo mucho más directo es con tres cineastas muy distintos, autores de dos películas que se enfrentaron de forma poco ortodoxa a la relación de las imágenes documentales con las condiciones de miseria: Luis Buñuel, por un lado, y Luis Ospina y Carlos Mayolo, por otro. Buñuel, porque con Las Hurdes, tierra sin pan (1932) hizo uno de los primeros documentales que se enfrentaron de forma radical a la imposibilidad de retratar de forma objetiva una realidad de miseria. «Las películas de Luis Buñuel son un  espléndido testimonio de un tour de force: un realismo que no refleje redundantemente la realidad, sino que exprese simbólicamente lo real», explica Jenaro Talens en una frase que bien podría haber pronunciado luego de ver alguna película de Polgovsky. Y así es: Las Hurdes es un compendio de experimentos y metáforas visuales que avanzaban la crisis de la forma documental, distanciándose de los noticiarios y documentales de la época, y los de las épocas siguientes, para construir un retrato descarnadamente físico y expresionista, palpable y putrefacto, de un infierno en la Tierra al que no le corresponde cielo alguno. De Buñuel toma Polgovsky tanto su fijación por los aspectos más físicos de lo filmado como su capacidad para crear metáforas sangrantes y símbolos visuales a partir de lo que se encuentra sobre el terreno. Imágenes surrealistas en el caso de Buñuel, que encuentran un correlato inesperadamente coherente muchos años más tarde en el cine del mexicano. No por casualidad, Buñuel encontró en México un terreno perfecto para desarrollar su carrera cinematográfica, quizá por la relación entre su imaginario de muerte y símbolos religiosos.

 

Por otro lado, el trabajo de Polgovsky se relaciona inevitablemente con un título clásico del cine latinoamericano, Agarrando pueblo (Los vampiros de la miseria) (1978), de Ospina y Mayolo, un falso documental que ironizaba sobre lo que el conjunto de críticos y cineastas conocido como Grupo de Cali había denominado pornomiseria. Un término que nació originalmente para denunciar la explotación de la pobreza extrema que muchos documentalistas hacían en películas que servían para acallar las conciencias de los militantes occidentales, y que terminaría sirviendo para evacuar de las pantallas cualquier imagen que pudiera herir la sensibilidad del espectador occidental. Polgovsky también se revuelve contra ese puritanismo que, escudándose en la supuesta explotación audiovisual de la miseria, sólo ha logrado esconder tanto las causas como las consecuencias de la misma bajo un manto de compasión y se empeña, al menos en dos de sus películas, en un retrato descarnado y sudoroso de las condiciones de explotación y sometimiento en las que viven todavía cientos de miles de personas en México. Al igual de Ospina y Mayolo, Polgovsky es consciente de que trata con materiales sensibles, y no esconde ni las contradicciones ni las implicaciones morales del retrato, pero esquiva cualquier tentación compasiva o caritativa.

 

Lo sólido, lo táctil, lo sonoro

 

El proyecto de Polgovsky consiste en una aproximación casi carnal a las condiciones de pobreza y explotación, estigmatizadas siempre por representaciones compasivas que, bajo su aparente solidaridad, no hacen sino reproducir las condiciones de dominación y explotación que pretenden denunciar: no hay denuncia más hipócrita e inútil que la realizada desde la caridad. Es el retrato de las consecuencias como estrategia, consciente o no, para ocultar las causas.

 

Podríamos relacionar el proyecto cinematográfico de Polgovsky con aquello que Werner Herzog ha desarrollado: un cine que no busca «la verdad de los contables», en palabras del alemán, sino una verdad que tiene que ver más con lo poético y quizá invisible, pero que permanece anclada a la tierra. «La verdad factual es aburrida», dijo Herzog con aplomo en Madrid mientras presentaba sus película La cueva de los sueños olvidados (2010). Frente a esa verdad limitada y literal, el director prefiere hablar de una «verdad extática», emparentada con la poesía y lo irracional. Y ahí entronca el trabajo de Polgovsky. Sus películas, apenas tres poderosos largometrajes, desde Trópico de Cáncer hasta Mitote (2012), pasando por Los herederos (2009), son retratos fragmentarios, fogonazos carnales que acercan el visionado de la película a una actividad más física que intelectual. Porque nada hay más ligado a la memoria que los sentidos.

 

Entre las estrategias para apresar todo lo sólido que, como bien sabía Marx, se desvanece en el aire, se encuentra renunciar a la lógica convencional, a la creación de personajes y, por tanto, a la empatía con ellos. De alguna manera, las películas de Polgovsky están fuera del tiempo y del espacio, son como islas suspendidas en un limbo continuo sin referencias físicas concretas, sobre todo en sus dos primeros trabajos. Si la lógica narrativa se sostiene en la causa-consecuencia, sus cintas son más bien como almacenes desordenados que funcionan por acumulación, y donde el espectador, sin referentes en el horizonte ni líneas de fuga sólo puede dejarse arrastrar por una marejada que no parece tener principio ni fin. En este sentido destaca Mitote, un retrato del Zócalo de la capital mexicana: un amasijo ininteligible de realidades contradictorias, opuestas e incluso incompatibles entre sí, que funciona como metáfora hiperbólica del corazón de un país incontrolable. En Mitote, donde sí hay referencias espaciales, no existe un relato cronológico sino una acumulación progresiva de impulsos, presentes y pasados, reales o metafóricos, que terminan por desbocarse en una secuencia final que busca desbordar la pantalla a través del equipo de sonido. Así, el espectador sólo tiene a sus sentidos como referentes.

 

Otro recurso de Polgovsky es el preciso manejo de las distancias: sabe cuándo acercarse hasta tocar lo filmado y cuándo alejarse para tomar aire. Un gesto que remite a una de las secuencias claves de Los olvidados (1950), de Buñuel, película con la que Los herederos comparte algo más que la sonoridad del título. En la primera, el niño protagonista termina por arrojar violentamente un huevo a la cámara, harto de la persecución de ésta a lo largo de todo el largometraje. Como lo hará posteriormente Polgovsky, Buñuel vuelve patente, así, la presencia del aparato cinematográfico (por más que en el caso del primero se trate simplemente de una pequeña cámara de video y un equipo de sonido), que distorsiona y se impone a lo filmado. Polgovsky toca aquello que filma con su cámara, se acerca hasta chocar con ello, en un doble intento: por un lado, parece aspirar a compartir con el espectador esa inmersión física en lo filmado. La cámara que se acerca hasta chocar hace visible la barrera que separa al espectador y al cineasta de lo filmado, pero también aspira a construir un relato que es más experiencia que organización de los sentidos. Los herederos, en la que Polgovsky recorre México retratando el trabajo infantil en su dimensión más cruda, se basa en la posibilidad de desmontar, aunque sea cinematográficamente, la dominación y el poder del dinero. Acompañar el movimiento de unos niños hasta convertirlos en aquello que se les niega: cuerpos, personas y no números, cifras, estadísticas u objetos dignos de compasión y caridad. El cine de Polgovsky pelea contra un imposible sin desistir en su empeño: restituir para la pantalla toda la violencia y la carne de los cuerpos protagonistas.

 

Una tarea sensorial en la que interviene de forma decisiva el trabajo sonoro, generalmente olvidado en el cine documental, sometido a la dictadura del sonido directo. Polgovsky lo libera definitivamente en la última película de su relación con lo real para convertirlo en lo que realmente es: un elemento expresivo casi sinestésico, creador de (sin)sentido. El final de Mitote es el epítome de este uso expresivo, arrebatador y casi surrealista del sonido: un enorme crescendo de sonidos manipulados que conducen la película a su éxtasis metafórico, a un estado hiperbólico completamente despegado del objeto real: apenas una excusa para el desarrollo desbocado que aspira a condensar el alma agitada y contradictoria del mexicano. Esa secuencia es el epítome del proyecto cinematográfico de Polgovsky: un cine que toma asiento en lo real, en lo físico, para crear una experiencia en la que la política, la muerte y la vida se dan la mano antes de desvanecerse en el aire convulso de un documental en constante reescritura.

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