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Artes escénicas

Elvira Santamaría, entrevista

Óscar Benassini | martes, 8 de noviembre de 2016

Durante veinticinco años Elvira Santamaría (Ciudad de México, 1967) ha explorado distintas geografías del performance y el arte acción, ya sea en solitario o junto al grupo de performance Black Market International. Para Santamaría, la reunión de los cuerpos –o la presencia de uno sólo en determinado espacio– siempre hace resonancia en el ámbito de lo social, o sea, va más allá del ámbito artístico. En 2015 Santamaría llevó a San Cristobal de las Casas su proyecto itinerante Parábolas del desalojo, en el que propone abordar el trauma de la ciudadanía ante su circunstancia social y la sanación que esto conlleva. La siguiente entrevista se llevó acabo en torno a este proyecto en progreso. A continuación publicamos la primera parte de dos.

 

La muerte o el desalojo, como dices, es uno de los temas recurrentes en tu obra, específicamente la muerte producida por la violencia sistémica. En este sentido, ¿cómo puede el performance o el arte acción utilizar su carga simbólica para influir en la necropolítica (Achille Mbembe) latinoamericana y regenerar el «tejido muerto»?

Toda sociedad o cualquier tipo de comunidad generan símbolos para concebir e interpretar el mundo y construyen lazos de identidad y formas de relacionarse entre sus miembros. En el arte, el simbolismo se libera del anquilosamiento de las costumbres y las convenciones para ser renovadas, rehabilitadas e incluso cuestionadas.

 

El arte acción crea actos simples o complejos, susceptibles de interpretaciones simbólicas o francamente simbólicas y metafóricas, las cuales experimentan mutaciones en la acción cuando se encarnan. La acción artística hace vibrar en diferente frecuencia los valores simbólicos de objetos, cuerpo y comportamiento, sin embargo, la vivencia afectiva de estos valores también depende del contexto y de circunstancias que incluyen la singularidad de cada ser humano. Un performance es antes que nada un evento, algo que ocurre y puede hacer saltar la cadena simbólica o significante de alguien, en particular o de una comunidad, para bien o para mal (en su acepción más relativa). Una acción simbólica, al ser una propuesta que se estructura en la vida misma, es ya un agente activo en el individuo de una sociedad o de una comunidad determinada. Si sus alcances son cortos para afectar las monstruosas dimensiones de nuestras sociedades actuales, de cualquier forma son un signo de una voluntad que se simboliza a sí misma. Entre lo convencional y lo inédito está el evento que puede generar nuevos espacios de lo esencialmente común. Nadie parte de cero, ni de tabla rasa en el mundo, menos el arte. Su mérito ha sido regenerarnos del mundo y soportarlo mejor. Para mí el arte acción ofrece la encarnación de una interrogante sobre la realidad humana (la que sea). A la vez, es su respuesta práctica. Lo tiene todo para ser el cambio mismo que se desee; otra cosa es en verdad desearlo y serlo.

 

El tejido social muerto es la negligencia, la apatía crónica, la ignorancia y la falta de compromiso y de responsabilidad (como habilidad de responder y asumir consecuencias) de ser sujeto de la sociedad. Ante tanta violencia, injusticia y corrupción, continuar la vida como si nada es legitimar la deshumanización y encarnarla en nuestra vida cotidiana. Ese tejido se regenera a partir de haber resistido precisamente esa deshumanización: informándonos, conversando del asunto entre la familia, amigos y vecinos y debatir, dejando de consumir violencia como entretenimiento y responder con lo más auténtico que somos cada uno de nosotros frente a situaciones urgentes sin aceptar la ignominia humana como algo que simplemente le pasa a los demás. El deseo de saber y activarse en ello, así como nuestras declaraciones y esfuerzos por abrir espacios para hablar de estas cosas son parte vital de la regeneración del tejido social, yo lo llamaré común. Para mí la realidad del arte acción, como cualquier otra forma de arte o disciplina humanista, no depende sólo de los conceptos o aspectos que la caracterizan sino de la renovación práctica y pensante de estos; depende de las acciones de un sujeto que se reconoce social.

 

 

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Prendas, muebles, flores, casquillos están presentes no como elementos escenográficos, sino como parte del contenido. Son más bien un léxico simbólico propio. ¿Cuál es tu relación con los objetos? 

La mayoría de estos objetos son del mundo cotidiano. Se visibilizan o hacemos conciencia de su presencia a través del marco del ritual, de la ceremonia, de la ocasión dramática, de lo extraordinario o en la obra de arte. Nos acompañan en varios momentos de nuestra vida, pero poco sabemos de cómo nos afectan, nos forman o nos condicionan a pesar de la poca importancia que les damos.

 

Todo objeto está cargado de significados y valores relacionados con su función, utilidad, procedencia, y vinculados a nuestros afectos o memoria emocional, a la historia, etc. Me aproximo a ellos con la influencia conceptual del arte de nuestro tiempo, pero también de la filosofía, como forma de indagación reflexiva de la humanidad. Me dirijo a la realidad más inmediata que me afecta de forma directa como son los objetos. En ellos se concentra mucho del “cómo” vivimos nuestra vida; ese “cómo” es el aspecto performativo de la vida. Me interesa deconstruir un objeto dialogando con él, con sus cualidades físicas, funciones, historia, valores y mis propias proyecciones en ellos. Me interesa ponerlos en el centro de una vivencia poética: actuar el drama interno de una nueva relación con ellos.

 

Hay objetos y elementos que atrapan mi interés y que no puedo resistirme explorar. Los interrogo con atención, imagino una nueva relación física y simbólica con ellos y los problematizo sin grandes pretensiones. Los objetos me generan emociones e interrogantes sobre esas mismas sensaciones, pero también detonan mis asociaciones simbólicas y movilizan mi conocimiento y memorias de sensaciones y experiencias pasadas. Suelen sugerirme ideas para una acción, siempre pensando “cómo” quiero dirigirla a alguien.

 

Me atrevo a declarar que no utilizo objetos en un performance sino que dialogo con ellos. Esta idea es un marco de acción que puede revelarme a mí y a alguien más algo sobre la realidad. De esta forma y con más razón me resisto a utilizar a otro ser humano. El performance como arte del comportamiento creativo me ha ayudado a resistir esa tendencia que parece profundamente arraigada en nuestra humanidad. Lejos estoy de ser maestra en esto, pero no dejo de cultivarme en la dirección opuesta a esa tendencia.

 

En el caso de las flores, empecé a utilizarlas cuando quise dirigirme al “común de la gente”. Más adelante me di cuenta que más bien quería dirigirme al “común de la humanidad” al empatizar con el ser humano en duelo. Mis duelos personales se convirtieron en humanos al reconocer lo común en lo innombrable del dolor, del vacío y del sinsentido de la pérdida violenta de un ser querido. No es la única manera de reconocer ese “común” humano, pero es uno de los aspectos más traumáticos de la humanidad que han moldeado nuestra conciencia.

 

En todo el mundo las flores son símbolo de aspectos fundamentales de la condición humana aunque son emocionalmente inconscientes. Por lo mismo, se reflexiona poco sobre ello. Engloban la transitoriedad de la vida, la paz (calma de espíritu y buenas relaciones con los otros), el amor, la muerte (como finitud y brevedad), lo bello (simple, frágil, momentáneo), la naturaleza (origen y fuerza), la regeneración (continuidad, sexualidad), etcétera.

 

En el curso de lo cotidiano que desgasta, estandariza y automatiza, (especialmente en un mundo que se encuentra aceleradamente en vías de automatizar a la especie humana), “objetos” como las flores, cuyo simbolismo podría datar de hace 60,000 años, resuenan aún en nosotros. Y si les damos ese marco de importancia necesaria, la experiencia con ellos alcanza una dimensión más rica y humanizadora que aquella que nos ofrece esta vida de desacralización de todo y sacralización del yo, el dinero, la comodidad y el poder.

 

Los casquillos se están volviendo cotidianos en lugares donde la violencia es masiva y crónica. Los que aparecen en la obra Procesos suspendidos (2015) los encontré caminando en El Mozote, una pequeña comunidad en las montañas de Morazán, en el Salvador, una de las provincias donde se concentró la lucha armada entre revolucionarios y gobierno, donde, en 1981, fueron masacradas más de 1,000 personas por el ejército salvadoreño. Todavía pueden encontrarse sin mucho esfuerzo.

 

 

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Es común que tus trabajos traben una relación o complicidad pública con los espectadores, con el entorno, ¿crees en el performance como una disciplina relacional o colaborativa que deba ir más allá de lo simbólico para inferir en dinámicas sociales establecidas? ¿Cómo lograrlo? 

No me gusta planear acciones donde la gente tenga que participar porque terminan haciendo lo que el artista quiere que se haga, y yo tengo mis dudas al respecto. Me interesa la aproximación espontánea de la gente a la obra, así sea una reacción en contra. Prefiero que la obra genere situaciones: que la gente la ignore, pregunte qué es lo que hago, se burle o ejerza acción directa sobre ella.

 

Que alguien la tome y la haga suya, eso es para mí la vida real de la obra y una forma de compromiso libre. El asalto a la pieza por quien la toma como una realidad es, para mí, el máximo logro que puede alcanzar una pieza de acción en espacios públicos, por lo que cuando hago una acción en espacios públicos es primero mi realidad, después puede ser una obra de arte.

 

Sí, podríamos decir que el performance es un acto eminentemente relacional, pero deberíamos establecer cómo es que se da esa relación y pensar en cómo pensamos lo relacional. Sí, el performance puede llegar a “inferir en dinámicas sociales” y al mismo tiempo hacer emerger una comunidad, así sea de dos, diez, cien, mil o un millón de personas, todo depende del común denominador y del contexto. Un performance puede hacer emerger comunidades efímeras o infectar a varias personas con la idea y el sentimiento de un principio común, por lo que habría que establecer ese principio en el símbolo.

 

Acciones como las mías van dirigidas a aquellos que, motivados o provocados por la obra, se salen del groso de esa deformidad, conformidad y comodidad que son las sociedades actuales. Ellos tendrán que apelar a fueros internos para comprometerse en un diálogo con base en lo que le provoca, toca, detona o señala esa “realidad” que es la obra. Yo trabajo con aspectos de la realidad. Las sociedades viven de temas e ideologías, desde las más sutiles hasta las grandes narrativas sociales que crean esa realidad (incluyendo las narrativas de las luchas sociales). Una obra de performance con ciertos aspectos y en ciertas circunstancias puede ser una bomba contra cualquier ideología o, del lado opuesto, puede ser su emblema o encarnación, o bien, en el mejor de los casos, el síntoma de algo emergente, contestatario, reflexivo o conectivo.

 

No me gusta hacer obra con contenidos sociales o políticos, sino que mi obra haga vibrar lo que sea importante en los contextos, tiempos y preocupaciones de los seres humanos que encuentro. Mi obra encuentra sus contenidos en la vivencia e interpretación de alguien que, incluso, puede conferirles contenidos sociales y políticos. La obra no es política porque yo lo diga, sino hasta el momento en que crea espacios políticos: de diálogo, negociación y acompañamiento.

 

Por otro lado, estoy convencida de que los aspectos de la vida humana que trabajo, como la muerte, el duelo, el amor, el dolor, etc., al vehicularlos con elementos como el agua o las flores, en su aspecto más físico y ampliamente simbólico, ayudan a articular algo para las políticas de la psique individual en términos simbólicos.

 

 

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