16 de agosto de 2017

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Minorías al estrellato

El 9 de agosto del 2014 Michael Brown fue asesinado por el oficial Darren Wilson en Ferguson, Misuri. El jefe de policía del condado de San Luis declaró, en conferencia de prensa, que a Brown le habían disparado «un poco más de dos veces, pero no más». El hecho puso en la superficie un debate […]

Christian Mendoza | lunes, 6 de abril de 2015

El 9 de agosto del 2014 Michael Brown fue asesinado por el oficial Darren Wilson en Ferguson, Misuri. El jefe de policía del condado de San Luis declaró, en conferencia de prensa, que a Brown le habían disparado «un poco más de dos veces, pero no más». El hecho puso en la superficie un debate en torno al racismo que ha sido desarrollado en distintos niveles: manifestaciones violentas y pacíficas en las calles; el resurgimiento del partido de las Panteras Negras (Las Nuevas Panteras Negras por la Autodefensa), quienes conspiraron para asesinar al oficial Wilson y a Bob McCulloch, su abogado; personalidades como Ron Christie describiendo la reacción de la comunidad negra como una exageración. Pero más allá de la controversia mediática, es posible observar un patrón. En lo poco que ha transcurrido del 2015, otras cosas han ocurrido en sitios distantes a Ferguson. En enero, el hijo del periodista Charles Blow fue detenido a punta de pistola en el campus de la Universidad de Yale. El 10 de febrero, el migrante campesino Antonio Zambrano fue asesinado en Washington. El 18 de marzo, Martese Johnson, estudiante de la Universidad de Virginia, fue detenido arbitrariamente.

 

En este contexto, ¿cómo puede pensarse a la música negra? ¿Se trata de un medio que permite la inclusión política o de una oportunidad mercantil sumamente rentable, que funciona cada vez más para empresarios a quienes poco les importa el peso cultural e histórico de un género musical? En casi todos los productos pop se mencionan géneros que, en su momento, articularon la realidad de poblaciones marginales. De las fiestas callejeras de Afrika Bambaataa pasamos a Pitbull prestándole su flow a Austin Mahone, el duplicado de Justin Bieber. Las letras de Macklemore con las que pretende apoyar la causa de las minorías sexuales son tan inofensivas que no provocan la censura ni del más fundamentalista de los republicanos. Iggy Azalea, declaradamente racista, genera su fortuna con singles que emulan al hip hop forzadamente. Beyoncé y Jay Z venden como disidencia una mera defensa de sus ingresos multimillonarios proponiendo el servicio de streaming Tidal. Kanye West regala contenidos a todas las plataformas mencionables que se dedican a comentar el lujo y el escándalo.

 

«Every nigger is a star», es la frase con la que comienza To Pimp a Butterfly, la más reciente placa discográfica de Kendrick Lamar que, en sus dieciséis cortes, cuestiona si el estrellato de la música negra es algo que debe tomarse con optimismo político. Los negros pueden ser famosos, pero no por eso dejarán de ser calificados con el mote más racista de Estados Unidos. En entrevista para MTV, Lamar declara que el concepto del disco es un homenaje al legendario Tupac Shakur. La manera en la que Lamar utiliza esta figura se encuentra alejada de la resurrección holográmica hecha por Snoop Dogg en el festival Coachella. El tratamiento que suele recibir Shakur es demasiado abstracto: se toma como un vocero entretenido que informaba sobre lo que sucedía en las calles; como una idealización de la peligrosidad en los barrios bajos. En los conteos hechos por VH1 de «las personas más sexys del mundo», Shakur es mencionado por la «rudeza inherente a su color de piel» y por su vida en zonas peligrosas. Para las mujeres que participan en estos conteos, acostarse con Shakur era romántico porque era equivalente a estar con un criminal, «un chico malo». Lamar retira el morbo mercantilista de Shakur y deja solamente un hecho: Shakur fue asesinado, y en su asesinato mucho tuvo que ver la industria que construyó su imagen de celebridad. Si bien es usual que en sus producciones recientes compositores negros exploren las posibilidades estéticas de su tradición musical –Frank Ocean, D’Angelo, Erykah Badu–, Lamar retoma los géneros que tanto han gustado a la industria musical de los últimos decenios y los lleva a un exceso en el que terminan difuminados. Ni el rap, ni el jazz, ni el soul en la vena más Motown son del todo legibles.

 

A través de esta fragmentación de géneros musicales, Lamar activa una denuncia política con muchas aristas. En «Hood Politics», un Lamar que es famoso y millonario declara: «I don’t give a fuck about no politics in my rap, my nigga». Pero en la misma canción, la figura del maleante (o thug), que ha sido tan explotada con fines consumistas, es descrita como una realidad social, que, a pesar de un presidente negro y democráta, no termina del todo incluida en el nuevo panorama político en apariencia promisorio: «The streets don’t fail me now, they tell me it’s a new gang in town. From Compton to Congress, it’s set trippin’ alll around. Ain’t nothin’ new but a flow of DemoCrips and ReBloodicans. Red state versus a blue state, which one you governin’? They give us guns and drugs, call us thugs. Make it they promise to fuck with you. No condom: they fuck with you. Obama say “What it do?»». En «Complexion (A Zulu Love)», Lamar adopta la celebración por la diversidad, el discurso incluyente de la industria del entretenimiento –el «somos bellos» que esgrimen raperos como Macklemore–: «The new James Bond gon’ be black as me. Black as brown, hazelnut, black tea. And it’s all beautiful to me. Call your brothers magnificent, call all the sisters queens. We all on the same team, blue and pirus, no colors ain’t a thing». Una canción después, titulada «The Blacker the Berry» –uno de los cortes más agresivos del disco–, denuncia la hipocresía detrás de la actitud descrita en «Complexion». En esta canción, Lamar niega que el color haya dejado de importar, y que el odio racista permanece en Estados Unidos: «I’m African-American. I’m African. I’m black as the moon, heritage of a small village. Pardon my residence: came from the bottom of mankind. My hair is nappy, my dick is big, my nose is round and wide. You hate me, don’t you?»

 

En Libertad para el pueblo. Historia de la democracia, John Dunn explica que la democracia capitalista se consolida oprimiendo a las minorías, a quienes rompen el consenso que obedece únicamente a los intereses monetarios y morales de clases cuyo poder y libertad estuvo y está antes que la necesidad que tienen las minorías de una inclusión concreta. Los levantamientos de Ferguson, el asesinato de Zambrano, la detención de Martese Johnson ponen en evidencia los alcances pero también la fragilidad de la democracia capitalista que describe Dunn. En «Mortal Man», el último corte de To Pimp a Butterfly, Lamar consolida y lleva a un punto álgido el lineamiento conceptual del disco. No se trata del Shakur famoso sino del que vivió en los barrios bajos. No se trata de la fama de un número reducido de negros en la industria discográfica, sino de lo que está sucediendo en las calles. No se trata de celebrar la diversidad en abstracto, la diversidad que nulifica el peso de los asesinatos y de las detenciones arbitrarias.

 

En Mortal Man, Lamar sostiene una entrevista simbólica con Shakur. Le pregunta cómo será la pelea de las minorías raciales en la actualidad. Lamar, en voz de Shakur, declara que la violencia será necesaria: «Shit, I think that niggas is tired-a grabbin’ shit out the stores and next time it’s a riot there’s gonna be bloodshed for real. I don’t think America can know that. I think American think we was just playing and it’s gonna be some more playing but it ain’t gonna be no playing. It’s gonna be murder, you know what I’m saying, it’s gonna be like Nat Turner, 1831, up in this muthafucka. You know what I’m saying, it’s gonna happen».

 

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